Por Dra. Danila Suárez Tomé y Dra. Natalí Incaminato
A fines de enero de 2024, el periodista de datos del Financial Times, John Burn-Murdoch, publicó una columna que generó debates alrededor del mundo: «Está surgiendo una nueva división mundial de género. Las visiones del mundo de los hombres y las mujeres jóvenes se están separando«. El artículo presenta una serie de datos y gráficos que indicarían que los varones jóvenes tienden a tener ideas políticamente más conservadoras que las mujeres en países como Corea del Sur, los Estados Unidos, Alemania y el Reino Unido. Si bien esta investigación fue ampliamente analizada y criticada en su metodología por diversos especialistas en la red social X, su impacto habla de la necesidad de dar cuenta de la sinergia entre las nuevas derechas y el masculinismo.
En la misma línea, a mediados de febrero de 2024, Ernesto Calvo, Gabriel Kessler, María Victoria Murillo y Gabriel Vommaro publicaron en la revista Anfibia los resultados de una investigación que arroja que «ser hombre y menor de 25 años es hoy en Argentina un muy buen predictor de conservadurismo«. Este estudio indica, a través de distintos datos y gráficos, la existencia de una brecha ideológica entre mujeres y varones que viven en la Argentina en temas sociales, políticos, económicos y culturales. La investigación sugiere la existencia de un componente aglutinante extra al descontento, la bronca y el antiperonismo tradicional que asedia nuestra polarización política local que refuerza consideraciones previas sobre la fuerte masculinización del electorado libertario que finalmente llevaría a Javier Milei a la presidencia.
En este artículo exploramos la relación entre el masculinismo y las construcciones identitarias de las nuevas derechas como fenómeno, a la vez, global y local para aportar recursos al debate mostrando cómo el backlash antifeminista y la misoginia son parte fundamental (aunque no la única) de la articulación de estos movimientos. Sin negar la multicausalidad del surgimiento de las nuevas derechas, nos interesa explorar en específico el componente masculinista como una clave explicativa que suele ser poco abordada en los análisis con mayor circulación a pesar de ser un tema consolidado en estudios feministas. Consideramos que reflexionar en profundidad en las características y los alcances de este nudo nos permite comprender mejor la constitución, los funcionamientos y el posible futuro de estas manifestaciones políticas en nuestra región.
El masculinismo de las nuevas derechas
En los últimos años, el vínculo entre el masculinismo y la derecha se acentuó, tomó nuevas formas y se cristalizó como un nudo insoslayable. Si bien los elementos masculinistas varían según las experiencias de ultraderecha de distintos países, se reitera una obsesión con el género y la construcción de una masculinidad perseguida, en crisis o en peligro. Este tropo se subsume al antagonismo fundamental que, con variantes, encontramos en las nuevas derechas: las élites contra el pueblo, o “la cultura occidental” amenazada por ataques opresores de las feministas, los estudios de género y otros agentes, según el país del que se trate.
Esta articulación de un “Otro” poderoso y amenazante genera (y también es efecto de) una serie de conexiones sociales y sentimientos de pertenencia que, a su vez, motorizan discursos, prácticas, afectos y estéticas. El uso de la frustración y el miedo por parte de las nuevas derechas ha sido largamente pensado en sus nexos con las transformaciones sociales y políticas del neoliberalismo. En esta línea, desde los estudios acerca de la relación entre derechas y masculinidad, se propuso la tan diagnosticada erosión de las jerarquías y normas de género en paralelo a la erosión del bienestar económico de la clase trabajadora y la clase media. Las nuevas derechas se presentan como una solución política defensiva y compensatoria de estas pérdidas y ansiedades, a partir de la interpelación a los “hombres heridos”. De este modo, según Wendy Brown en Estados amurallados, soberanía en declive, la derecha resignifica la desigualdad neoliberal y la alquimia que convierte el miedo en enojo es la estrategia afectiva clave para devolver al “hombre dañado” una agencia que percibe menguante.
Como parte de su política defensiva, una zona fundamental de las nuevas derechas propone un movimiento auto afirmativo de la masculinidad que tiende a presentar argumentos e imágenes para restablecer las (a menudo idealizadas) formas “tradicionales” del género. Los mecanismos para reafirmar el dominio a través del enojo alcanzan a los líderes políticos carismáticos que se eligen como representantes, quienes a su vez construyen sus imágenes a partir de elementos masculinistas y agresivos. El caso de Javier Milei es paradigmático: una figura que desde sus inicios configuró su imagen a partir de estas características.
Estos rasgos comunes atraviesan identidades y subculturas fuertemente ligadas a internet que, sin embargo, dan cuenta de cierta heterogeneidad. Las masculinidades que estos sectores proponen van desde el “nerd” vinculado con los videojuegos hasta los musculosos supremacistas blancos, del “incel” (célibe involuntario) al “pick up artist” (artista de la seducción), quien elabora un tipo específico de politización masculinista de la sexualidad.
Estas posiciones —que a veces friccionan entre sí en espacios virtuales, sujetadas por las exigencias de la economía de la atención— comparten un uso recurrente de la ironía, el kitsch, la exageración y la ambivalencia humorística que a menudo les permiten un salvoconducto discursivo ante las críticas por sus imaginarios y prácticas misóginas. A partir de estos tonos y modalidades, estas figuras de internet conforman la “manósfera” (manosphere en inglés, también se ha traducido al español como “andrósfera”), un fenómeno que ha crecido a fuerza de exceder los nichos mediante el consumo irónico de sus posiciones e imágenes, revitalizando ciertas líneas masculinistas tanto en el sentido común como en el mainstream.
La manósfera: flora y fauna del masculinismo online
En un artículo para el libro La masculinidad incomodada, Samir Petrocelli, define a la manósfera como un “conglomerado de blogs, sitios, páginas de Facebook, canales de YouTube, etc., cuyo contenido está dirigido casi exclusivamente a varones, en particular varones jóvenes, tocando una amplísima variedad de temas, pero compartiendo una visión declaradamente antifeminista”. Aunque su epicentro está en los Estados Unidos, la manósfera tiene una audiencia global y estimula su replicación en diversos puntos del planeta que crean sus propias versiones. Sin dudas, una de las claves de su éxito consiste en brindar un cierto anonimato para quienes desean producir y consumir contenido misógino sin chances de sanción social.
Por su parte, la escritora británica Laura Bates, en su libro Men who hate women (Hombres que odian a las mujeres), describe a la manósfera como un espectro interconectado de grupos diversos, pero relacionados entre sí, cada uno con su propio sistema rígido de creencias, vocabulario y modos de adoctrinamiento. Entre ellos se encuentran los incels (acrónimo de involuntary celibate, celibato involuntario), los artistas de la seducción (pick up artists) y los varones que optan por no tener contacto con mujeres (MGTOW, pronunciado «mig-tau», acrónimo de Men Going Their Own Way, varones que toman su propio camino), entre otros.
La comunidad incel es la más virulenta de la manósfera. Creada en un foro de internet por una estudiante canadiense a fines de los 90, en su origen estaba dedicada al intercambio de experiencias entre personas de cualquier identidad de género a las que les costaba entablar relaciones sexoafectivas. Con el tiempo, su composición y razón de ser fue variando hasta convertirse en el grupo misógino de varones más radicalizado al día de hoy. En nombre de esta comunidad se han cometido actos de terrorismo misógino a lo largo de todo el planeta, como la masacre de la Escuela Politécnica de Montreal de 1989 y la masacre de Isla Vista de 2014, entre otros.
El movimiento incel recluta jóvenes con problemas y vulnerabilidades reales (tanto materiales como psicológicas y afectivas) y les inculca la idea de que las mujeres son la causa. El mito fundante de esta comunidad es que el feminismo ha inventado la idea del privilegio masculino y la ha explotado en beneficio de las mujeres. En particular, los incels están obsesionados con la autonomía sexual de las mujeres. La idea de ser «célibes involuntarios» es elocuente: son varones a quienes les es negado algo que consideran que es su derecho: el sexo con ellas. La autonomía sexual de las mujeres está en la raíz del feminismo, por ende, es el gran enemigo a derrotar.
Los incels, al igual que los otros grupos de la manósfera, tienen creencias biologicistas rígidas. Consideran que genéticamente los varones nacen con un fenotipo ganador o perdedor y a ellos les ha tocado estar del lado de los perdedores, con lo cual no tienen posibilidad de cumplir con su «propósito biológico» (tener sexo y procrear), a menos que algún tipo de «redistribución sexual» se ocupe de garantizarles su derecho a través de la aniquilación de la autonomía sexual femenina.
En el imaginario de la manósfera, el fenotipo de ganador, o «Chad», tiene determinadas características óseas que demuestran su virilidad como, por ejemplo, una mandíbula angulosa y bien definida. Muchos varones intentan alcanzar esta imagen a través de prácticas como el mewing —una serie de ejercicios que modifican la posición de la lengua para cambiar la apariencia de la mandíbula— o el bone smashing —golpes intencionales en los huesos del rostro a fin de romperlos—. Este fenómeno se encuentra detrás de la obsesión por el retoque de la papada del presidente argentino Javier Milei. El creador del mewing, John Mew, un ortodoncista británico, sostiene que los ejercicios de «ortotropía» que creó y diseñó, permitirían a todos los varones recuperar un rostro masculino bien definido, al que caracteriza como un «patrimonio perdido de nuestros antepasados«. De más está decir que no hay evidencia de que esto funcione y que, en el caso del bone smashing no sólo no se consiguen los efectos deseados, sino que se corre peligro.
Esta apelación a un “patrimonio perdido” conecta a esta tendencia con otro fenómeno surgido de la manósfera: la nostalgia de civilizaciones pasadas, como el imperio romano. La historiadora Mary Beard sostiene que la fantasía masculinista con el imperio romano presenta a Roma como una especie de lugar seguro para la masculinidad. Recordemos que Milei considera ser la reencarnación de un gladiador romano y que, además, realiza constantemente apelaciones en tono épico a “las fuerzas del cielo”, de las cuales los libertarios serían sus soldados en la lucha de la luz contra la oscuridad, del bien contra el mal.
Misoginia: la ley y el orden de la política sexual
Como podemos ver, la misoginia actúa como un aglutinador de las diferentes tribus que pueblan la manósfera. Ahora bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de misoginia? La filósofa feminista Kate Manne ofrece en su libro The logic of misogyny (La lógica de la misoginia) una definición elaborada específicamente a la luz de las nuevas formas del masculinismo. Manne sostiene que debemos deshacernos de la idea de que la misoginia es un sentimiento interno. La misoginia no es “odio a las mujeres”, así sin más. Si sostenemos la idea de que la misoginia es un sentimiento privado, nos perdemos la posibilidad de dar cuenta de su capacidad de acción estructural y sistemática y de su efecto en las vidas de las mujeres.
En contrapartida, Manne define a la misoginia como “una propiedad de aquellos entornos sociales en los que las mujeres son propensas a enfrentar hostilidad debido a la aplicación y vigilancia de normas y expectativas patriarcales”. La eficacia de la misoginia se encuentra en su función social. Es útil pensar en la misoginia como el brazo armado del sistema político patriarcal. Mientras que el patriarcado asienta un determinado orden natural y social sexualizado y jerarquizado, la misoginia es el aparato encargado de controlar, vigilar, castigar y exiliar a las mujeres que lo desafían, recompensar a las que se ciñen a su papel y señalar a las que no para que sirvan de advertencia a otras que intentan salirse del guión.
Ahora bien, la misoginia no presupone negar humanidad o personería a las mujeres. Se trata más bien de que el orden social patriarcal espera que las mujeres, en tanto personas, cumplan determinado rol específico: proveer servicios valiosos a los varones que los demandan. ¿Qué tipos de servicios? Aquellos que están codificados como “femeninos”: no sólo domésticos, sexuales y de crianza, sino también afecto, adoración, indulgencia, respeto, amor, aceptación, seguridad, cuidado, compañía, veneración, etc. Esta expectativa tiene, como contraparte, la idea de que los varones tienen derecho a ser provistos de dichos servicios.
La misoginia, entonces, como brazo armado del patriarcado, castiga a las mujeres que se niegan a proveer este tipo de servicios y cumplir con su “rol natural” de dadoras. La carencia de seguridad en la provisión de estos servicios se encuentra a la base de esta “masculinidad herida” que opera como un significante articulador en las construcciones identitarias de la nueva derecha.
El problema de los nuevos masculinismos no es tanto con el reconocimiento de la igualdad de los sexos en términos humanos y civiles (las mujeres pueden votar, trabajar, incluso tener una voz propia y participar en política), sino con el intento de erosión del orden político sexual que garantiza que los varones siempre van a ser provistos de determinados servicios, sólo por el hecho de ser varones. En definitiva, el problema no son tanto las mujeres en general, sino las mujeres que no hacen lo que deben y, por sobre todo, las mujeres feministas.
El backlash antifeminista
Es importante recalcar que el masculinismo, como movimiento y también como eje en la construcción de identidades políticas, es una reacción al feminismo, antes que nada. Nuevamente: el problema en general no son las mujeres, sino las mujeres que no se comportan como deben. Y el gran monstruo detrás del desordenamiento del orden sexual es el feminismo, y también el activismo LGBT. Es usual que las nuevas derechas se refieran a la conjunción de ambos movimientos como “ideología de género”. A este tipo de reacción negativa los estudios feministas le han dado el nombre de backlash antifeminista.
El sociólogo Michael Flood sostiene que hoy en día puede observarse en la mayoría de los países occidentales un backlash organizado entre varones antifeministas. La manósfera es una de sus expresiones. Pero, además de grupos originados online, también existen otros grupos de “varones blancos enojados”, como los ha llamado Michael Kimmel, que tienen más historia analógica, como el movimiento de los derechos del hombre y el movimiento de los “derechos de los padres”, los cuales funcionan ya desde principios de los 70, como contrapartida de la segunda ola feminista. El backlash antifeminista no es nuevo, pero sí toma nuevas configuraciones según la época y el lugar.
En Argentina, el movimiento feminista se ha impulsado con fuerza en la última década, ganando masa crítica e incorporando sus demandas en diversos espacios institucionales y mediáticos. Frente a esto, los varones cisheterosexuales han reaccionado de distintas maneras. Los investigadores Daniel Jones y Rafael Blanco hablan de un continuum de reacciones que van desde la despatriarcalización (en caso de organizaciones) y la deconstrucción (en caso de individuos) hasta el backlash, pasando por el acompañamiento silencioso, las ansias de protagonismo y la impostura.
En nuestro territorio, el backlash antifeminista se presenta tanto en forma organizada (ejemplo: el movimiento “Con mis hijos no te metas” y el movimiento antiderechos que opera fuertemente contra la ley de interrupción voluntaria del embarazo), como también más difusa, como en el caso de varones enojados que atribuyen al feminismo las causas de su malestar social y psíquico (y que se encuentran dispersos por la manósfera). En cierto modo, estos grupos y agentes encontraron en el libertarianismo una ideología propicia para vehiculizar estos sentimientos y activismos antifeministas. Es por esto que es difícil eludir las muy claras relaciones que el masculinismo sostiene con las nuevas derechas alrededor del mundo, y también en nuestro país.
Conservadoras y ¿empoderadas? Las mujeres de la derecha
Ahora bien, los diagnósticos sobre la importancia del masculinismo en las nuevas derechas se encuentran a menudo con una objeción: ¿qué sucede, entonces, con la cantidad de mujeres que forman parte de estos movimientos? La emergencia de mujeres conservadoras ha sido, durante el último siglo, consustancial a las irrupciones del feminismo. La figura de Phyllis Schlafly quizás sea el caso más paradigmático de una construcción política conservadora “femenina” (y no feminista) a partir del antagonismo con el feminismo y los movimientos gays en los Estados Unidos de los setenta, años de discusión de la Equal Rights Amendment (Enmienda por la igualdad de derechos). Schlafly fue una abogada y escritora católica con fuerte presencia en círculos conservadores; desde esas posiciones fundó grupos y organizaciones en contra del feminismo, el aborto, el matrimonio homosexual y en favor de la familia heterosexual.
Schlafly fue pionera en una de las estrategias clave para comprender los modos contradictorios, en tensión y dialécticos de esta constitución política: presentarse como una mujer empoderada. A través de una estrategia de absorción, Schlafly retoma las categorías e ideas de la izquierda y celebra el poder activista de la “mujer positiva”. El núcleo de su interpelación era el diagnóstico del sinsentido y la falta de propósito de las mujeres norteamericanas, y el agente culpable de esos males era el feminismo. Mediante una apropiación del lenguaje de los “derechos”, Schlafly se auto legitimó como una defensora de los “derechos” de las mujeres a ser esposas, madres y amas de casa. La miniserie Mrs. America, protagonizada por Cate Blanchett, se basa en esta figura y su activismo.
De este modo, tal como evalúa Andrea Dworkin en su libro Right-wing Women (Mujeres de derecha) de 1983, Schlafly prometía un escudo para los miedos femeninos de ser privadas de la seguridad, el refugio y el amor que la derecha ofrece como garantía de supervivencia dentro de la dominación masculina. En estos discursos, es fundamental el doble movimiento de, por un lado, la legitimación a través de lo “normal” y, por otro lado, la protección de la “normalidad”. De forma recurrente, lo “normal” es asociado a lo “natural” como rasgo “evidente” de las divisiones de tareas según el género, de los “instintos” o predisposiciones “naturales” de las mujeres que justifican determinadas posiciones en el mundo social. La “normalidad» opera tanto desde el “sentido común” al que se apela, como desde las construcciones retóricas que el conservadurismo reitera para reforzar y a la vez constituir ese sentido común.
Este hilo de las promesas que la derecha propone a las mujeres puede conectarse con análisis más recientes: además de la citada seguridad ante presuntas amenazas (en algunos países se trata de la amenaza de la violencia sexual que vendrá supuestamente de los inmigrantes, por ejemplo) las nuevas derechas se alimentan de las ansiedades e insatisfacciones ante el modelo de la emancipación tal como se presenta en poderosos imaginarios mainstream. Se ha señalado y analizado en profundidad cómo el feminismo “liberal” (en términos económicos) deja de lado problemáticas de las clases populares o de intersecciones con singulares configuraciones de raza, de localización geográfica o culturales. Estas exclusiones operan en la incorporación del feminismo liberal a la “ideología de las élites” que se constituye como enemigo en los antagonismos discursivos de las nuevas derechas.
En otro sentido, aunque en línea con las insatisfacciones ante el feminismo, las mujeres dentro de las nuevas derechas suelen alimentarse de la “fatiga de la emancipación” que visualiza en la posición feminista un sinónimo de victimización, falta de humor y de lo “poco sexy”. Dado que la misoginia, como planteamos anteriormente, castiga a las mujeres que desafían la dominación patriarcal, pero además recompensa a las que se ciñen a su papel, los estímulos y beneficios de habitar espacios masculinistas ocupando el lugar “adecuado” son visibles y efectivos. Estas mujeres, no obstante, son parte de una operatoria que la teórica Angela McRobbie llama “doble enredo”: se benefician de los logros feministas y simultáneamente se unen al discurso anti feminista.
Esta duplicidad puede tener la forma, en apariencia contradictoria, de mujeres de ultraderecha que se narran a sí mismas como feministas. Desde Giorgia Meloni y Katalin Novák hasta Patricia Bullrich, varias líderes de derecha se auto figuran como verdaderas feministas que han roto el techo de cristal o que nunca se limitaron en su ejercicio del poder. Estas afirmaciones se acompañan con la certeza de que los señalamientos sobre las condiciones objetivas de la desigualdad de género son “victimizaciones”, dado que ellas mismas, en tanto figuras exitosas en dominios masculinizados, demostrarían que tal desigualdad no existe. No es extraño encontrar una estructura común con la lógica de la “meritocracia”: en definitiva, se trata de la celebración de emancipaciones individuales (e individualistas), que no sostienen como programa el avance colectivo de todas las mujeres a partir del cuestionamiento de la división sexual del trabajo y de los ámbitos sociales.
Palabras finales
En estos breves desarrollos quisimos dar cuenta de una cuestión que los feminismos locales, así como también las investigaciones académicas internacionales, detectaron y asedian hace tiempo, pero que los análisis más salientes en nuestro país sobre las nuevas derechas no recuperan o no le dan un lugar relevante: el peso del masculinismo en la constitución de las identidades de las nuevas derechas. Para eso, hemos visto cómo la misoginia y el backlash antifeminista son una parte central de la cosmovisión de estos movimientos, tanto en términos globales como locales.
En el intento de entablar un diálogo con quienes sostienen posturas contrarias a las nuevas derechas, consideramos necesario que se deje de desestimar los aportes feministas, no sólo para comprender zonas clave de la configuración y el funcionamiento de las nuevas derechas, sino también para considerar qué podemos hacer ante ellas y cuál puede llegar a ser su futuro. La misoginia y el backlash antifeminista no son las únicas causas del surgimiento de la nueva derecha ni son la clave explicativa maestra, pero sí son dos componentes que no pueden obviarse.
En este sentido, en la política local son visibles hoy algunos intentos de antagonizar con el libertarianismo gobernante y capturar algunas zonas del electorado masculino a través de tácticas del manual masculinista desde sectores como el peronismo. En cierto modo, pareciera ser que un intento de conquista de simpatizantes libertarios es tirar al feminismo por la borda porque son “piantavotos” y afianzarse en posturas conservadoras bajo el lema “Dios, patria y familia”. Consideramos que es necesario interrogar y cuestionar ese camino, dado que sus efectos concretos en los espacios de socialización política distan de ser gratuitos o menores y perpetúan los esquemas excluyentes y nocivos que describimos aquí.