Por Magalí Brosio
Muchos de los temas que podrían ubicarse dentro del campo de la economía con perspectiva de género han ganado jerarquía dentro de la agenda pública. Así, ya casi no sorprende a nadie la brecha salarial del 27% o que las mujeres dediquen el doble de tiempo que los varones a la realización de trabajo doméstico no remunerado. El hecho de que estos datos hayan perdido parte de su capacidad de asombrar no reside en que no sean graves, sino en que han sido repetidos constantemente en los distintos medios de comunicación. Sin embargo, mucha menos difusión se ha dado a propuestas concretas que permitan realizar un progreso en el camino de la igualdad y superar estas cuestiones. Esto se debe a una multiplicidad de factores, entre los cuales vale la pena mencionar al menos dos. En primer lugar, la idea errónea de que la desigualdad tiene un origen “social” que –a lo sumo– se manifiesta en la esfera “económica”, como si se tratara de dos cosas distintas y completamente escindibles. Por otro lado, la falsa creencia de que la mayoría de las políticas públicas son de manera general “neutrales” en cuestiones de género, entendiendo que solamente aquellas cuyos fines específicos están vinculados con este tema pueden contribuir a cerrar (o abrir) brechas entre varones y mujeres.
En este contexto, la economía feminista tiene en sus manos la importante tarea de superar estos análisis parciales e incompletos y lograr que la perspectiva de género sea transversal a toda política pública. Sin embargo, aún existe cierta resistencia en el “mundo de la economía” (territorio hostil para las mujeres, a pesar de los fuertes avances) a incorporar este enfoque.
Sin ir más lejos, y a pesar de que es de público conocimiento que las mujeres y los varones tienden a concentrarse en sectores económicos específicos (fenómeno denominado “segregación horizontal”), no es una práctica habitual estudiar cuáles son los impactos en términos de género a la hora de diseñar e implementar estrategias económicas. Sin embargo, con el objetivo de avanzar hacia análisis más profundos resulta crucial realizar el ejercicio de pensar qué lugar ocupan las mujeres en el modelo productivo del Gobierno.
Para ello, basta comenzar mencionando la difundida admiración de la actual gestión por el modelo australiano y, en menor medida, el chileno; fuertemente focalizados en el agro y la minería, respectivamente. Estos sectores –de amplia tradición masculina, con más de un 90% de trabajadores varones, que además se caracterizan por crear poco empleo y de baja calidad– han sido ampliamente beneficiados por la baja de retenciones en el primer año de gobierno de Cambiemos. Para el campo, la quita no se hizo esperar y se efectivizó el mismo diciembre de 2015; para las mineras, los derechos de exportación se eliminaron en febrero de 2016 y no hubo voluntad de rediscutir este tema en las negociaciones por el impuesto a las ganancias. Dentro de la industria manufacturera, queda claro que hay poco lugar para el desarrollo de segmentos tradicionales, que deberán ceder ante rubros con mayor componente innovativo como el del software, que a pesar de estar creciendo no ha logrado incorporar mujeres a la velocidad con la que crea puestos de trabajo. Así, de acuerdo con EducaciónIT, sólo una de cada tres profesionales de tecnología informática es mujer. Finalmente, la obra pública –que, en línea con su creciente jerarquía en el discurso oficial, en 2017 contará con una suba de más del 30% en los recursos asignados en el presupuesto– desempeñó un papel central dentro del esquema económico planteado por Cambiemos, a pesar de su mala performance durante 2016. Si bien es innegable que este segmento posee una alta capacidad de traccionar empleo, es necesario mencionar que se trata de puestos de trabajo netamente masculinos (menos de un 6% de mujeres empleadas en el sector) con altos niveles de informalidad.
La otra cara de la moneda es qué sucedió con los sectores típicamente femeninos. El primer caso a mencionar es el empleo público, que en 2016 registró alrededor de 70 mil despidos según el CEPA y una caída salarial del 9% para los trabajadores estatales nacionales (Observatorio del Derecho Social de la CTA Autónoma). No son datos menores que más de la mitad de los puestos de trabajo públicos sean ocupados por mujeres (en contraposición con el sector privado, donde constituyen menos de un tercio), que sea el área donde se registra menor brecha de ingresos por género y la única donde –al menos parcialmente– existe cupo trans. Por su parte, en el sector de educación (con casi tres cuartos de los empleos cubiertos por mujeres), 2017 comenzó con el intento de cesantear a 3 mil trabajadores en el Ministerio de Educación y un recorte presupuestario. A ello se suma que la negociación paritaria se realizará de manera fragmentada. De esta manera, los y las docentes se ven privados de una importante herramienta gremial, lo cual repercute en que se enfrenten a topes salariales (el aumento previsto es del 18%) por debajo de la inflación estimada para 2017.
Si bien excede la discusión planteada en esta nota, son bien conocidos los resultados de apostar por un modelo reprimarizante de la economía, que aumenta los ingresos de los sectores rentistas y con alta presencia extranjera a costa de la destrucción de la industria, y la pérdida de empleo y salario de la mayoría de la población trabajadora. No obstante, a esto le podemos agregar, como una nueva dimensión central, sus consecuencias negativas en términos de género, en tanto queda claro que los sectores más perjudicados son los feminizados mientras que los beneficios tienden a concentrarse en aquellos con fuerte presencia masculina. Esto refuerza una lógica problemática preexistente donde las mujeres parten de una situación de desigualdad que lejos de menguar se ve incrementada por el modelo económico. Así, cuestiones como los mayores niveles de desempleo (especialmente entre las jóvenes, donde la tasa de desocupación supera el 20%) subempleo e informalidad que enfrentan las mujeres en el mercado laboral, y la persistente brecha salarial por género (27% en promedio, pero alcanza casi un 40% entre trabajadoras no registradas) están cada vez más lejos de resolverse. Es necesario entonces repensar los esquemas propuestos de una manera más integral y con una perspectiva de género, entendiendo que las viejas recetas que apuntan a crecer y luego repartir no han funcionado históricamente para los sectores más vulnerables.
Publicada en Perfil