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OPINIÓN: Vermouth, papas fritas y menstrushow

Ene 23, 2020 | MenstruAcción, Notas, Salud

La semana pasada, dos hechos relacionados con la menstruación inundaron las redes sociales con imágenes e interpretaciones. Por un lado, se viralizaron fotos y videos de mujeres usando sangre menstrual como mascarilla facial. Por otro, circuló masivamente la noticia de una chica de 17 años que murió por síndrome de shock tóxico asociado al uso de tampones. A continuación, me gustaría compartir algunas reflexiones sobre ambos acontecimientos.

A cara menstruada

Las mascarillas de menstruación se volvieron virales en 2018 cuando Yazmina Jade, una peluquera australiana, publicó un video en Instagram usando su sangre de este modo. Desde ahí, la tendencia se hizo presente en las redes generando consultas, declaraciones de profesionales de la salud y reivindicaciones por su potencial rol en la desetigmatización de la menstruación.

Me gustaría empezar a desmenuzar la cuestión a partir del acontecimiento científico que dio lugar a pensar que esta práctica podría traer beneficios para la piel. En 2013, la empresa Medistem publicó los resultados de un ensayo clínico en el que utilizaron células madre provenientes del sangrado menstrual para el tratamiento de insuficiencia cardíaca congestiva, cosa que hasta el momento se venía haciendo con células provenientes de médula ósea y tejido adiposo. La prueba salió bien, 17 pacientes tratados no reportaron efectos secundarios y los beneficios fueron los mismos que con los otros métodos. Las ventajas de usar células endometriales regenerativas (CER) incluyen que no se requiere un procedmiento invasivo y doloroso para su extracción y que para su administración no es necesario que donante y paciente tengan tejidos compatibles ni la ingesta de drogas inmunosupresivas.

Como las CER mostraron ser más versátiles a la hora de formar tejidos que otros tipos de células madre y reproducirse más rápido, algunas personas asumieron que ponerse menstruación en la cara podría tener propiedades regenerativas en la piel. Sin embargo, no hay pruebas de ello, pues en los estudios jamás se usó sangre menstrual en el rostro, sino que se utilizaron técnicas de extracción de células que se administraron por otras vías y se evaluaron otros efectos.

Además, cabe recordar que la sangre de cualquier tipo es un potencial patógeno ya que puede ser una vía de transmisión de enfermedades y, además, la sangre menstrual tiene contacto con la microbiota vaginal, por lo que si entrara en contacto con las mucosas de la boca, nariz u ojos o se introdujera en alguna microlesión en la piel podría producir infecciones.

Ahora bien, más allá de sus incomprobables beneficios y potenciales peligros, ¿es cierto que darle un uso coloquial a un fluido que suele ser tabú contribuye a desestigmatizarlo? Yo creo que no. Por un lado, la falta de rigor al atribuir propiedades cosméticas a la sangre menstrual por extrapolación de un estudio sobre enfermedad cardíaca refuerza la distancia que separa a lo femenino de lo científico. Pero por otro y más importante, visibilizar no puede ser un objetivo en sí mismo ni tomarse como sinónimo de desestigmatizar. Mostrar algo no lo transforma automáticamente en bueno, deseable y aceptado.

Para ampliar este punto, resulta especialmente útil una reflexión que aparece en un trabajo de Victoria Cóccaro sobre los modos de representación de los cuerpos femeninos en la poesía. En él, la autora señala cómo, durante muchos años, los textos escritos por mujeres constituyeron un «discurso afirmativo sobre lo femenino» en el que las experiencias que describían se tomaban como experiencias femeninas. A esta tendencia le sucede otra ola literaria, en la que lo femenino aparece «más como pregunta y como gesto disruptivo que como categoría que se da por sentada». Tomando esto me pregunto si la utilización de la menstruación como máscara facial no puede tomarse como discurso afirmativo, dado que es un fluido que en muchos movimientos se quiere politizar para desfeminizar, no solo en su dimensión de perteneciente a un género – pues hay personas que no son mujeres y menstrúan – sino en cuanto a sus connotaciones dentro del universo privado y emocional, asociación que termina siendo usada para responder a las expectativas sociales de la performatividad femenina. Dicho de otra forma, ¿qué tiene de disruptivo respecto a la feminidad la búsqueda de una piel lisa? ¿La utilización de menstruación basta para generar otro universo de significados alrededor de las prácticas destinadas exclusivamente a la adecuación a estándares de belleza?

En este sentido, atendemos a un fenómeno en el que lo público está mediado por la exposición y no por el encuentro. Creemos que visibilizar es exponer individualmente, y que la suma de esas muestras va a derivar en una desestigmatización casi como conclusión natural. Sostenemos una lógica en la que hacer público algo es mostrarlo y no ocupar el espacio común con esas temáticas. Esto le quita prioridad a la creación de consensos -que no son pactos unánimes – un acto central para la acción política que no puede lograrse sino por procesos de socialización. Si la desestigmatización aparece como el devenir de la suma de decisiones individuales, perdemos la posibilidad de que sean pactos colectivos los que instrumenten las condiciones de esa desestigmatización y corremos el peligro de que esos actos perpetrados con las mejores de las intenciones sean cooptados por intereses ajenos, dado que cuando no se definen los términos de los horizontes políticos las acciones privadas quedan sujetas a la libre interpretación. En criollo, si creemos que ponernos máscaras de menstruación y sacarnos una selfie es hacer activismo menstrual, lo más probable es que obtengamos mascarillas sangrantes de O.B, lo que me lleva al siguiente punto.

Síndrome de shock tóxico: la historia se repite

Se estima que en los Estados Unidos hay entre 0.8 y 3.4 casos cada 100.000 de síndrome de shock tóxico (SST) y que no todos están asociados a la menstruación. En los 70, la comercialización de Rely, una marca de tampones de alta absorción producida por Procter y Gamble, disparó la cantidad de sucesos y generó la institución de una serie de precacuciones en el uso de tampones, principalmente asociadas a las horas de uso y evitar aquellos que tengan rayón como componente.

El SST asociado al empleo de tampones suele darse cuando, por la sequedad del material del absorbente y la fricción con las paredes vaginales, se producen pequeñs lesiones que se combinan con la reproducción acelerada de una bacteria presente normalmente en el tracto vaginal (Staphylococcus aureus). Esta bacteria encuentra en la retención de líquido que produce el tampón un ambiente ideal para su proliferación, y, en la lesión, una vía de entrada. El proceso es rápido, por eso no se recomienda dormir con tampones ni usarlos por más de 6 horas. 

La noticia de un nuevo caso de muerte por SST en Bélgica generó reacciones en redes, casi todas orientadas a enumerar los problemas del uso de tampones e instar a utilizar otros métodos. Hubo pocas dudas a la hora de calificar a los tampones como dispositivos inseguros, y las copas menstruales y las toallitas de tela aparecieron como las alternativas más difundidas.

El tema de los tampones y la seguridad viene siendo discutido hace rato. Al riesgo de SST que, como señalé, es muy bajo, se suma la poca información sobre los riesgos potenciales de la exposición química a largo plazo. Hasta el momento, no contamos con estudios en sujetos vivos que ponderen los potenciales daños que podría causar el uso de tampones y toallitas debido al contacto de sus componentes con la mucosa vaginal de manera sostenida.

Por supuesto, dejar de usar tampones es una forma de eliminar estos peligros. Sin embargo, ¿es una política posible? O mejor aún, ¿es una política justa? Lo primero que nos tenemos que preguntar es quiénes pueden elegir no usar tampones y si quieren hacerlo. Y, para esto, no solo basta con ponderar quiénes pueden hacer la inversión inicial que implica comprar una copa menstrual, sino quiénes son interpeladas como consumidoras de este producto.

En un artículo sobre la estructura de mercantilización de productos de gestión menstrual (el primero que escribí para Economía Femini(s)ta awww) describo cómo la copa menstrual entra dentro de lo que llamamos narrativa de la modernización ecológica. En contraste a la ponderación del comportamiento individual, la modernización ecológica ve cómo los patrones de consumo están ligados a las redes de provisión, los contextos sociales y el significado de las acciones cotidianas. Si bien estas perspectivas adicionales son necesarias para lograr y entender el consumo sostenible, se minimizan algunas cuestiones fundamentales; ¿De quién es el ideal de modernidad que estamos proponiendo y por qué lo sostenemos? ¿Quién obtiene ganancia de ciertos ideales de modernidad, higiene y desarrollo? La preocupación fundamental es que los productos ofrecidos por esta narrativa pueden servir para aquietar la conciencia del consumidor, que entra en un estado de complacencia y no colabora con la búsqueda de soluciones más cercanas a las definitivas. El problema entonces es que comprar una copa menstrual o una toallita de tela es una decisión individual basada en un acceso a la información particular.

Los posts que utilizan el caso de SST para promover el uso de otros productos suelen centrarse en el tema del acceso a la información. Pero el desconocimiento al que aluden es el de la existencia de otros métodos, omitiendo que todas las personas que usan tampones deberían estar al tanto de las precacuciones que deben tener o que las marcas tendrían que hacer los estudios pertinentes para garantizar la inocuidad de lo que venden. En estos casos, ¿se busca cambiar la estructura del mercado o demostrar que las decisiones de quiénes postean son mejores que las de los otros? ¿Por qué si se reconoce que el acceso a la información es restringido solo se busca la difusión de información que guíe a los demás hacia lo que yo creo que es mejor y no de aquella que perfeccione su relación con los productos que ya usan?

Y en este sentido es que se vuelve importante el reclamo por la provisión gratuita de productos de gestión menstrual e intervención estatal sobre el tema. Porque seguramente si yo le planteo las interrogantes del párrafo anterior a alguna de las autoras de los posts a los que me refiero va a decir algo como: «claro, la información que vos señalás también es importante, porque lo central es elegir libremente». Sin embargo, cuando solo reclamamos por la circulación de información, esa libertad de elección se vuelve una apuesta de mercado, dejando de lado que los fabricantes de productos de gestión menstrual los hacen para ganar dinero, no por el bien de sus usuarios. Lo que, en el mejor de los casos terminaríamos logrando con esta dinámica, es que se amplíe la oferta de productos, pero no necesariamente su distribución efectiva en términos de público objetivo. En definitiva, se amplía el alcance de la narrativa de la modernización ecológica, pero no se resuelven sus problemas. La libertad de elección no se da como consecuencia automática del acceso a la información, sino como garantía de acceso a los productos, y esto no puede obviarse cuando abordamos el tema porque entonces no estamos reclamando por justicia, sino vanagloriándonos de nuestra conciencia.

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