Magalí Brosio
Alrededor de las seis de la tarde termina para la mayoría de los trabajadores la jornada laboral promedio. Al menos aquella vinculada a lo que podríamos llamar “trabajo tradicional”. Sin embargo, para una porción de la población otra jornada laboral comienza: la del trabajo doméstico no remunerado. Cierto es que las tareas hogareñas son tan ineludibles como necesarias, pero a pesar de que ya hemos transitado un buen tramo del siglo XXI, la mayoría de estas obligaciones laborales parece aún recaer pura y exclusivamente en las mujeres.
Escenas cotidianas que van desde el varón que se queda sentado cómodamente ante la mesa tras la cena mientras los platos son levantados por quien atravesó una jornada laboral igual de intensa hasta micromachismos menos evidentes, como quien se considera afortunada porque su marido “le” hace las compras podrían pasar inadvertidas para el ojo desacostumbrado a problematizar los roles de género. Sin embargo, lejos de quedar en la anécdota, estos hechos se traducen en datos duros y contrastables para los más escépticos. De acuerdo con una encuesta realizada por el Indec, un 88,9 por ciento de las mujeres realizan tareas domésticas de manera no remunerada y dedican a este tipo de labores un total de 6,4 horas, mientras que los varones se encuentran muy por detrás, con una participación de tan sólo el 57,9 por ciento y un promedio de 3,4 horas. Muchos creen –erróneamente– que esta diferencia está de algún modo justificada por la distinta intensidad de las jornadas de trabajo tradicional; sin embargo, los datos parecen reflejar otra realidad: entre quienes cumplen con jornadas laborales de hasta 34 horas semanales, las mujeres dedican tres horas más en promedio a las labores domésticas que los hombres; 1,9 horas más en el caso de jornadas de 35 a 45 horas; y 1,5 horas adicionales para jornadas superiores a las 45 horas. Tal parece que la emancipación de la mujer ha sido parcial y perjudicial: hemos conseguido nuestro derecho a trabajar en sentido tradicional a la par de los hombres, pero no hemos podido lograr que estos últimos acepten cargar con parte de las tareas hogareñas.
Si nos enfocamos en quienes se dedican a tiempo completo al trabajo doméstico no remunerado, la situación, lejos de mejorar, empeora dramáticamente. Para las cuentas nacionales, quienes se dedican a este tipo de tareas son individuos económicamente inactivos. ¿Qué quiere decir esto? Que el trabajo realizado por estas personas no crea valor económico para la sociedad. El debate en torno de este tema es extenso y excede los límites de esta simple nota, sin embargo es evidente que bajo el sistema en el cual vivimos, donde todo se mide en precios, la subestimación que sufre este tipo de actividad en términos económicos tiene una alta correlación con la subestimación que existe en el plano social hacia estas labores y quienes las ejercen. ¿Por qué es esto un problema de género? Sin ir más lejos, la categoría en la que caen los individuos que se dedican a las tareas domésticas cuando se relevan los datos es la de “ama de casa”, una categoría con nombre marcadamente femenino que pareciera encontrarse en las antípodas del masculino “obrero o empleado” también usado en la misma encuesta. En este contexto, quizá no debería sorprendernos que un 93 por ciento de quienes se encuentran en ella son mujeres.
Alguna vez discutiendo sobre estos datos, alguien señaló la posibilidad de que la participación masculina pudiera estar subestimada por sentir éstos “pudor” a admitir su condición de “amos de casa” durante la entrevista. Cabe preguntarse ante ello dos cosas: la primera es por qué alguien debería sentir vergüenza por dedicarse a tiempo completo al trabajo doméstico no remunerado. La segunda es por qué quienes pudieran sentirse avergonzados habrían de ser hombres. ¿Son las labores domésticas tareas menos valiosas y por lo tanto sólo susceptibles de ser realizadas por mujeres o es porque son realizadas principalmente por mujeres que carecen de reconocimiento?
La evidencia demuestra de manera concreta y definitiva que, si bien hemos recorrido un largo camino en el terreno de la reflexión sobre los roles de género, aún no estamos ni próximos a la meta. Gran parte de la dificultad subsiste en el hecho de la falta de identificación, reconocimiento y problematización de este tipo de desigualdades. Las cuestiones de género se han centrado principalmente en temas quizás más urgentes (como alguno de los tipos de violencias ejercidos hacia las mujeres) o visibles (como la brecha salarial), por lo que muchos debates importantes y necesarios han sido aplazados. En este sentido, es una tarea fundamental tanto colectiva como individual la reflexión más profunda y acabada sobre los micromachismos a los que nos enfrentamos en el día a día para avanzar hacia una sociedad definitivamente distinta.
Nota publicada en Página 12