En medio del debate legislativo por legalizar la interrupción voluntaria del embarazo en Argentina, las redes sociales aparecen copadas por argumentos a favor y en contra. En esta marea verborrágica, un razonamiento particular desafía lógica y empatía cuando expresa cosas como: “bien que en el momento les gustó. Ahora tengo que pagar con mis impuestos las consecuencias de su calentura?”
En “Que la ciencia te acompañe”, Agostina Mileo (nuestra editora de ciencia y coordinadora de la campaña #MenstruAcción), dedica un capítulo a rebatir los principales argumentos anti-abortistas, pero este último, surgido al calor del debate aparece refutado cuando la autora explora la relación entre ciencia y orgasmos femeninos.
Compartimos a modo de adelanto el capítulo dedicado a caracterizar la relación entre conocimiento formal y placer sexual y los invitamos a preguntarse si, en el caso de embarazos no deseados, las prácticas sexuales intercambiadas no están destinadas mayormente al placer de los varones.
CAPÍTULO I
Quien mal anda, tal vez ni acaba (hablemos de orgasmos)
“Nuestras preferencias y orientaciones sexuales son cosas que aprendemos”
(Virginia Johnson).
En el mundo de la ciencia, a las mujeres se nos reconoció la capacidad de
tener orgasmos más o menos al mismo tiempo que, en el mundo de la
ciudadanía, se nos reconoció la capacidad de elegir a nuestros representantes
políticos. Mientras en la Argentina, en 1947, se sancionó la Ley de Voto
Femenino -que nos permitió acercarnos por primera vez a las urnas en 1951‐,
entre 1957 y 1965, Bill Masters y Virginia Johnson realizaron los experimentos
que publicaron en La Respuesta Sexual Humana, en 1966 1 .
Esta pareja científica y romántica presentó en su primer libro toda la
evidencia necesaria para afirmar que las mujeres también acabamos. Si bien
los orgasmos femeninos fueron descubiertos y redescubiertos varias veces a
través de la historia, Masters y Johnson lograron, entre otras cosas, mostrar el
aumento del flujo sanguíneo, los espasmos de los músculos de la vagina y la
importancia del clítoris en la excitación para, finalmente, caracterizar
minuciosamente su fisiología. Uno de sus hallazgos más notables al respecto
fue comprobar que la teoría freudiana sobre la existencia de “orgasmos
vaginales” y “clitoridianos” era errada y que sólo existen orgasmos de un tipo
pues, la mayoría de las veces, cuando se experimentan durante la penetración
también es por estimulación del clítoris.
La historia entre el nerd y la madre soltera que la tenía clarísima fue
relatada recientemente en la serie Masters of Sex, donde se refleja la relación
entre lo que pasaba en el laboratorio y la manera de vincularse de las parejas
en esa época, además de las reacciones del mundo de la investigación clínica
ante sus hallazgos (Spoiler alert: Masters era un pacato que logró darse cuenta
de lo que estaba viendo a partir de su propio despertar sexual, cuando él y
Virginia decidieron ser sujetos experimentales. Por otro lado, sus colegas de
ese momento no los tomaban en serio; los trataban de perversos y no creían
que el placer sexual de las mujeres tuviera ninguna importancia para el
desarrollo de la medicina).
Hay críticas válidas al trabajo de Masters y Johnson: una de las más
frecuentes es que no mencionan que las mujeres que no experimentan
orgasmos también sienten placer. Trabajos posteriores -como el de Shere Hite
sobre orgasmo y penetración o el de Whipple que sostiene que las mujeres
pueden continuar con la interacción sexual siempre que la primera experiencia
haya sido satisfactoria pero que, caso contrario, no suelen querer repetirla-
amplían lo publicado por Master y Johnson pero no lo refutan.
Sin embargo, si bien las mujeres seguramente sabíamos desde mucho
antes que tenemos orgasmos, este fue el primer paso para que nosotras y la
ciencia pudiéramos conocer más acerca de ellos.
Si todo tiene un por qué, ¿nuestros orgasmos también?
A partir del reconocimiento del orgasmo femenino como un fenómeno
medible con características precisas, las preguntas empezaron a proliferar a su
alrededor: ¿cómo es?, ¿cada cuánto se da?, ¿en qué condiciones?, ¿les pasa a
todas las mujeres? Y, por supuesto, la favorita de investigadores y niños: ¿por
qué sucede?
Cuando se pretende explicar el porqué de algún comportamiento o
mecanismo biológico, la teoría de la evolución aparece como el primer
caballito de batalla. En 1859, Charles Darwin publicó el famoso libro El Origen
de las Especies y, desde ese momento, cada vez que se buscan razones para la
manifestación de un rasgo en un ser vivo, se lo piensa primero desde esta
perspectiva. Básicamente, Darwin observó que los individuos de una misma
especie son distintos entre sí, que hay variación.
Esto es que, si bien todas las jirafas tienen cuello largo, algunas lo tienen
más largo que otras, o que no todas las rosas, por ejemplo, son del mismo
color. Sin embargo, el largo del cuello se mantiene en un determinado rango y
hay más rosas rojas que de otros colores. La Teoría de la Evolución postulada
por Darwin dice que estos rasgos aparecen al azar en distintos momentos, y
que algunos ayudan más que otros a que esa especie sobreviva en su hábitat
en ese tiempo dado. Tener un cuello largo, entonces, puede servir para comer
hojas de árboles altos en terrenos donde el suelo es muy seco, y un
determinado color puede atraer insectos que transporten el polen y faciliten
que las flores crezcan en otros lugares.
Según la teoría evolutiva, dichos rasgos hacen que los individuos vivan más
tiempo, sean más fuertes y se apareen más: les confieren lo que llamamos una
“ventaja adaptativa”. Esto ocasiona que tengan más crías a las que les
transmiten ese rasgo, y que este proceso se extienda en el tiempo. En un
momento dado, todos (o la mayoría de los miembros de la especie)
manifiestan ese rasgo que empieza a formar parte de sus características
típicas. Este es el famoso proceso de “selección natural” o “presión selectiva”
del que tanto se habla.
Ahora bien, pensando desde esta perspectiva no habría que hacer mucho
atletismo mental para despojar de misterio a los orgasmos masculinos. Si los
varones sienten placer al eyacular, es más probable que tengan relaciones
sexuales, se reproduzcan y que la especie sobreviva. Sin embargo, nuestro
placer no tendría un “sentido darwinista" tan claro e inmediato.
En esta línea, los estudios más recientes se inclinan a pensar que nuestros
orgasmos son un rasgo vestigial. Como su nombre lo indica, esto significa que
en algún momento de nuestra historia evolutiva cumplieron una función
concreta y ahora ya no. Los casos más famosos son el apéndice y las muelas de
juicio, aunque sobre esta cuestión no hay consenso.
Para saber cómo los orgasmos femeninos habían evolucionado a lo largo del
tiempo, dos biólogos evolucionistas 5 recopilaron información sobre el ciclo
menstrual de distintos mamíferos. En algunas especies (conejos, por ejemplo),
ciertos factores ambientales controlan la ovulación y, en otras, es inducida
cuando se mantienen relaciones sexuales con un macho o, a veces, por su
mera presencia. En cualquiera de los dos casos, una serie de fluctuaciones
hormonales que, fundamentalmente, involucran la oxitocina y la prolactina
generan que el óvulo madure y baje a las trompas. En humanos y otros
primates, estos cambios son espontáneos y no requieren la intervención de un
macho o un factor ambiental particular. No obstante, los mismos cambios
hormonales que suceden en especies con ovulación inducida se dan durante
nuestros orgasmos.
Lo que estos biólogos vieron es que las especies con ovulación inducida
aparecieron antes que las especies con ovulación espontánea. Además, en
estos mamíferos primitivos, el clítoris -un órgano clave en el orgasmo- está
dentro de la vagina, cosa bastante consecuente con que el apareamiento lo
estimule y dispare la ovulación. En primates, el clítoris está desplazado
inclusive al punto de no poder ser estimulado durante una penetración (si
estás leyendo, te gustan las vaginas y no sabías esto, tenés cosas muy
importantes de las que ocuparte. La causa de la falta de orgasmos podés ser
vos y, por el bien de tus amantes, sería bueno que conocieras la ubicación del
clítoris. Es fácil, no es el arca perdida de Indiana Jones). Así que, de alguna
manera, lo que proponen es que los orgasmos fueron generados para inducir
la ovulación en especies más antiguas y nosotros los heredamos.
Esta es una de las muchas teorías formuladas sobre la función del orgasmo
femenino. Ninguna acumuló la suficiente evidencia como para aclararnos el
misterio. En este caso, por ejemplo, no están estudiados los paralelismos
neurológicos entre especies con ovulación inducida y espontánea, ni se sabe
bien si otros mamíferos sienten placer durante los orgasmos. Además, la data
que se maneja para este caso no es experimental sino histórica, y la hipótesis,
si bien es buena e interesante, por ahora se basa en conjeturas y correlaciones.
Sin embargo, esta idea nos provee una explicación menos estigmatizante para
la ausencia de orgasmos, lo que resulta bastante útil si consideramos que sólo
un tercio de las mujeres reporta acabar regularmente durante la penetración.
Espero, igual, que de alguna manera se demuestre que flashearon, porque si
no, todo pareciera indicar que nuestros orgasmos van a desaparecer (y eso me
da más miedo que ver la remake de IT, el payaso maldito).
Más allá de los problemas de verificación que puedan tener estas
investigaciones, hay otra perspectiva interesante para tener en cuenta (y acá
llegó la feminazi); cuando le buscamos un porqué al orgasmo desde la
perspectiva evolucionista, en el fondo, le estamos buscando una utilidad, que
sirva para algo que nos haga sobrevivir. Este “algo”, al estar relacionado
directamente con la sexualidad es, por supuesto, la reproducción. El tema es
que el comportamiento que garantiza la reproducción (entendido en el marco
de la evolución) ha producido un relato en el que los roles de género están
claramente asignados. Este cuentito es algo así: los varones quieren asegurarse
de que sus genes se transmitan a la siguiente generación, entonces, quieren preñar a la mayor cantidad posible de hembras. Las mujeres quieren
asegurarse de criar hijos con chances de sobrevivir, por lo que eligen al macho
con los mejores genes para gestarlos. Antes de “hacer el bebé”, los machos
tienen que ocuparse de atraer hembras de manera que no las preñe otro. Una
vez preñadas, las hembras tienen que retener al macho para asegurar los
cuidados de la crianza de su cachorro.
Parece muy bruto, básico y tendencioso de mi parte presentarlo así, pero se
sorprenderían de la cantidad de estudios que hay, por ejemplo sobre los celos,
que se basan en esta concepción. Si bien en los últimos años las
investigaciones parecieran indicar que varones y mujeres experimentamos los
celos de forma bastante parecida, hay toneladas de bibliografía que sostienen
que esta diferencia entre asegurarse de que “no tenga sexo con otro” versus
que “no se distraiga con otra y traiga la comida para el pibe” resultó en una
presión selectiva que configuró de maneras distintas los cerebros de hombres
y mujeres para sentir celos frente a situaciones diferentes.
Si esto fuera un problema de esos que sirven para que un montón de gente
pase días encerrada en la sala de conferencias de un hotel regocijándose en
levantar la mano para hacerle una pregunta a un colega -que más bien es una
presentación más corta que la que acaban de escuchar (A.K.A. Congreso
académico)-, no habría tanto problema. El punto es que la ciencia también es
una construcción cultural muy legitimada y, como tal, tiene un doble rol: por
un lado, refleja la concepción de mundo (los científicos no investigan aislados
de la sociedad) y, por otro, construye esa concepción (sirve para afirmar o
negar cosas que suponemos e introducir ideas nuevas).
En este sentido, del combo “varón alzado esparciendo genes + mujer
swipeando en un Tinder mental para después dejarse embarazar” sale una de
las afirmaciones más aceptadas de la teoría evolucionista aplicada a los
humanos: como nuestras crías dependen de sus padres por mucho más tiempo
que las de otros animales, el amor tiene sentido en tanto nos mantiene juntos
y facilita la supervivencia. Así las cosas, los humanos desarrollamos la
capacidad de sentir amor para quedarnos con el otro durante mucho tiempo
sin sufrir y para aumentar las posibilidades de nuestras inútiles crías.
Y, otra vez, ojalá todo quedara acá, entre gente que analiza cerebros y
sociedades de gorilas, pero no: porque, si hay algo que está instalado entre
nosotros, es la idea del amor como objetivo, como epítome de la felicidad. Y, si
hay algo que no es este amor, es abstracto. Para que cobre sentido, para que
sirva para algo, el amor tiene que relacionar a una pareja heterosexual y
producir hijos.
El mito del amor romántico- ese que llega a tu vida a completarte, que
elimina el deseo por otros, que las mujeres esperamos siempre y los varones
no tanto- está íntimamente ligado a nociones e ideas de la ciencia, y también
tiene incidencia sobre cómo vivimos la sexualidad. En una entrevista radial
sobre este tema, Diana Maffía señaló que “ese amor, que es entre un varón y
una mujer, y tiene sentido en tanto y en cuanto haya hijos, también condiciona
las prácticas sexuales”. Si retomamos lo que venimos viendo, tiene todo el
sentido, ¿no? Aparearnos para garantizar la supervivencia de la especie no
basta, porque las crías solas se mueren. Entonces nos amamos para sacar
algún placer del intercambio. El placer también es necesario para
convencernos de mantener relaciones sexuales; de ahí que hayamos
desarrollado la capacidad de sentir orgasmos para estimular las ganas de
coger. Y así como en este cuento el amor no es cualquier amor, el sexo no es
cualquier sexo.
Mucho hay para decir sobre los roles de género que este relato propone y
cómo dialoga con las concepciones sociales del comportamiento sexual
adecuado, pero como estamos hablando de orgasmos femeninos, me voy a
referir solo a eso. Todo el tema de la utilidad y el propósito de la sexualidad
como garante de la reproducción le deja poco a la imaginación sobre qué hay
que hacer. Lo reduce a la penetración. Y, como dije antes, no es la práctica que
más estimula los orgasmos femeninos, así que tenemos una narrativa compleja
condicionando nuestras prácticas sexuales para privilegiar un acto que no es el
más eficiente para el placer de las mujeres. No sé a ustedes, pero a mí no me
parece casualidad, entonces, esta cuestión tan popular de pensar que nuestros
orgasmos son una especie de misterio insoslayable que requiere averiguar las
ocho combinaciones de una cerradura para descubrirse.
En su charla TED en octubre de 2016, Peggy Orenstein, periodista y autora
de best-sellers, habló sobre las percepciones del placer y la sexualidad en
mujeres jóvenes. Comentó el caso de una chica que sólo había tenido
relaciones sexuales con mujeres y no sabía si seguir considerándose virgen (así
de fuerte es la presencia de la penetración como práctica sexual
paradigmática). Cuando le preguntaron cómo lo resolvió, la chica dijo: “Decidí
que ya no era virgen cuando tuve mi primer orgasmo”.
Las chicas sólo quieren divertirse y entre ellas se divierten más
En 2017, la ciencia sabe que acabamos y nos dio varias explicaciones
probables sobre por qué lo hacemos. Y, aunque apunta a relaciones sexuales
obsesionadas con la penetración, parece saber cómo aumentar nuestras
chances de “verle la cara a Dios”.
En un estudio reciente, un equipo entrevistó a 52.000 personas bi, hetero y homosexuales de entre 18 y 65 años. Al analizar los resultados, encontraron
que hay algo así como una “tríada dorada” que, prácticamente, garantiza que
las mujeres acaben: besos profundos, estimulación genital y sexo oral. El 80%
de las heterosexuales y el 91% de las lesbianas reportó tener orgasmos cuando
se daban las tres situaciones.
En tiempos de discusión de la brecha salarial, hay otra brecha que rara vez
cuestionamos: la que se produce al acabar. El 95% de los varones
heterosexuales afirma que tiene orgasmos durante las relaciones sexuales
mientras que las mujeres hetero dicen lograrlo en el 65% de los casos; las
bisexuales en el 66% y las lesbianas en el 86%. Para varones bisexuales, el
porcentaje llega al 88% y escala al 89% si son gays.
Los investigadores señalan la importancia de la educación, ya que el 30% de
los varones hetero cree que la penetración es la mejor manera de provocar un
orgasmo femenino, mientras que solo el 35% de las mujeres dice conseguirlo
sólo mediante esta práctica.
¿Esto quiere decir que los que más disfrutan el sexo son los varones
heterosexuales? No necesariamente. Primero, no tenemos por qué asumir que
quien tiene un orgasmo disfruta más pero, por otro lado, este estudio podría
funcionar para indicarnos que nuestras suposiciones van por el buen camino y,
como el sexo está muy atravesado por una visión utilitarista que lo considera
un medio para la reproducción, tal vez las prácticas más populares estén
orientadas al placer de los varones heterosexuales. En este sentido, al verse
liberadas de la presión reproductiva, las lesbianas podrían estar mejor
predispuestas para explorar situaciones placenteras.
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