Por Florencia Bellone
El cuidado es un derecho humano, no lo decimos como un reclamo, sino como un hecho. En agosto de 2025, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) —el máximo tribunal regional encargado de interpretar y garantizar el cumplimiento de los derechos humanos en América Latina— emitió una Opinión Consultiva OC-31/25 en la que reconoció por primera vez que el cuidado es un derecho humano autónomo. Es difícil festejar en tiempos de ultraderecha, pero es un gran logro de las organizaciones feministas que vienen desde hace años buscando este reconocimiento.
Las opiniones consultivas son decisiones no vinculantes que la Corte realiza a pedido de los Estados o de organismos del sistema interamericano para aclarar el alcance de los derechos y las obligaciones de los países. No se trata de un caso puntual, sino de una interpretación oficial que orienta a todos los países de la región sobre cómo deben actuar frente a determinados temas. En este caso, la solicitud fue presentada por el Estado argentino y contó con el respaldo de distintos organismos multilaterales y organizaciones feministas de la región.
Desde Ecofeminita, junto con otras organizaciones de la región, participamos mediante la presentación de un Amicus Curiae, que es una figura jurídica que permite que terceros presenten argumentos o evidencia especializada para enriquecer el análisis del tribunal.
Hablamos de un hito histórico en la región y en el mundo: el cuidado deja de ser entendido como una responsabilidad privada o una muestra de amor naturalizada que recae sobre los hogares y las comunidades (en particular sobre la mujeres y los cuerpos feminizados), para ser reconocido como una obligación de los Estados y un pilar esencial para sostener la vida y el funcionamiento de las sociedades.
Un reconocimiento que amplía el horizonte de derechos
La Corte finalmente reconoce lo que los feminismos venimos denunciando desde hace décadas: que sin cuidado no hay derechos posibles. En su dictamen, el tribunal afirma que “el cuidado es una condición necesaria para el ejercicio y disfrute de todos los derechos humanos”, y advierte que su ausencia o distribución desigual genera violaciones sistemáticas a la igualdad, la dignidad y la autonomía.
Este reconocimiento no solo amplía el horizonte jurídico regional, sino que también interpela directamente a los Estados, que a partir de ahora tienen la obligación de diseñar sistemas integrales de cuidado interseccionales e interculturales.
Sin embargo, el fallo llega en un momento político adverso. Sobre todo para la Argentina. Mientras desde los feminismos celebramos este avance histórico, la decisión irrumpe en un escenario atravesado por el ajuste y el vaciamiento del Estado impulsado por el gobierno de Javier Milei. La reducción del gasto público golpea directamente a las políticas que sostienen la vida:
- en educación, con los recortes a las universidades públicas y la disminución del presupuesto educativo;
- en recortes estructurales en salud, en discapacidad, con una reducción sostenida de fondos y prestaciones que deja a muchas personas sin los apoyos cotidianos que el Estado debería asegurar.
- en jubilaciones, especialmente con la eliminación de la moratoria previsional que deja sin vía de acceso a una jubilación digna a quienes tuvieron trayectorias laborales informales o a las trabajadoras de casas particulares y amas de casa, profundizando la vulnerabilidad económica en la vejez, especialmente entre las mujeres;
- y en las políticas de género, con la desfinanciación o cierre de programas clave que sostenían a víctimas de violencia de género (en un país que cuenta con un femicidio cada 37 horas), políticas de igualdad y cuidado, y el desmantelamiento del Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad.
En un país donde el Estado se retira y la vida se vuelve cada vez más difícil de sostener, la resolución de la Corte marca un contraste con las políticas de ajuste al reivindicar el cuidado como responsabilidad pública y colectiva y la importancia de volver a poner la vida en el centro.
El cuidado como derecho humano autónomo
Tal como se venía construyendo desde las agendas regionales, la Corte define tres dimensiones interrelacionadas del derecho al cuidado:
- El derecho a cuidar, que implica, por un lado, el reconocimiento del trabajo de quienes cuidan y la garantía de condiciones dignas, de protección social y tiempo de descanso.
- El derecho a ser cuidado, que asegura que toda persona (en especial infancias, personas mayores, con discapacidad o en situación de dependencia) reciba el cuidado necesario para una vida digna.
- El derecho al autocuidado, entendido como el derecho de todas las personas, cuidadoras y cuidadas, a procurar su propio bienestar físico, mental, emocional, espiritual y cultural. Este enfoque exige que los Estados garanticen el tiempo, los recursos y las condiciones necesarias para que cada persona pueda ejercer su autonomía y cuidar de sí misma de manera digna.
La resolución de la CIDH marca un punto de inflexión al reconocer que el derecho al cuidado, aunque autónomo, es interdependiente de otros derechos fundamentales: al trabajo, a la seguridad social, a la salud y a la educación. Por eso, el cuidado, remunerado o no, debe ser reconocido como trabajo con valor económico y social.
Los Estados, en consecuencia, tienen la obligación de reconocer, respetar y garantizar este derecho, adoptando leyes y políticas públicas que aseguren su plena implementación. Esto implica abstenerse de acciones que lo vulneren, organizar sus estructuras institucionales para garantizar su ejercicio, y reformar las normas internas con el fin de reconocer el derecho de todas las personas a cuidar y a ser cuidadas.
Hacia sistemas integrales de cuidado
La Corte exige que los Estados creen sistemas integrales de cuidado con perspectiva de género, interseccionalidad, interculturalidad y derechos humanos, que contemplen las múltiples desigualdades de género, clase, etnia y territorio.
También ordena promover la igualdad real mediante:
- reformas educativas que eliminen estereotipos de género,
- licencias parentales equitativas (incluyendo a madres, padres, adoptantes y familias diversas), rompiendo con el sesgo heterosexista que muchas veces se encuentra presente en las legislaciones,
- licencias de cuidado y políticas de flexibilidad laboral,
- y el acceso a la seguridad social para quienes realizan tareas de cuidado no remuneradas.
En cuanto al trabajo de cuidado remunerado, es decir, las trabajadoras del hogar, la resolución afirma que las personas que lo desempeñan deben gozar de los mismos derechos laborales que el resto: una remuneración justa y equitativa, estabilidad en el empleo, jornada laboral limitada, descanso semanal, vacaciones anuales y seguridad social efectiva. Suena bien, pero la realidad en Argentina muestra lo lejos que estamos de esta realidad.
Para quienes realizan cuidados no remunerados, el Estado debe garantizar condiciones dignas y el reconocimiento progresivo de sus derechos laborales y sociales. Estos cuidados no se reducen al ámbito de los hogares: incluyen jardines maternopaternales, comedores, merenderos y espacios de salud comunitaria, que requieren financiamiento estable, formación y seguridad social. El trabajo comunitario, históricamente sostenido por mujeres, organizaciones barriales y movimientos sociales, demuestra que, como señala la referente de La Poderosa Claudia “la Negra” Albornoz, el cuidado desborda el hogar: es salud, educación, acompañamiento, alimentación, redes de afecto y vida cotidiana compartida. Es por ello que la organización ha iniciado el reclamo por el reconocimiento salarial de trabajadoras de comedores y merenderos de todo el país, que llevó a impulsar un proyecto de ley presentado en 2023. Aunque la Corte no profundiza en este punto, lo incluye dentro de los cuidados no remunerados. En nuestro país, el reconocimiento del trabajo comunitario sigue pendiente: estas tareas sostienen la vida de millones y, sin embargo, carecen de remuneración y de protección social.
La Corte, a su vez, recomienda a los Estados desmontar estereotipos de género mediante reformas educativas, el fomento del cuidado parental equitativo, políticas de flexibilidad laboral para personas con responsabilidades de cuidado y una inversión sostenida en sistemas, servicios, políticas e infraestructura de cuidados de calidad. También insta a ampliar la oferta de servicios de cuidado de manera accesible, desplazando su provisión del ámbito exclusivo de las familias hacia una responsabilidad social más amplia. Estas orientaciones apuntan hacia un modelo de corresponsabilidad que reconoce que la sostenibilidad de la vida no puede recaer exclusivamente en los hogares ni, dentro de ellos, en las mujeres.
Sin embargo, los hallazgos recientes de nuestro último informe sobre el rol de los hombres en los cuidados, muestran que este horizonte sólo es posible si las políticas públicas interpelan de manera explícita a los varones como sujetos de derecho y de obligación de cuidar. En ese sentido, resulta fundamental visibilizar a los varones como sujetos atravesados por mandatos de género que limitan tanto su responsabilidad de cuidar como su derecho a recibir cuidados.
La persistencia de la masculinidad hegemónica (asociada a la autosuficiencia, la provisión y la distancia respecto de lo doméstico) opera como un obstáculo para su participación efectiva, al tiempo que las propias políticas públicas refuerzan esa desresponsabilización: licencias de paternidad de apenas dos días, una de las más bajas de la región, altos niveles de informalidad laboral que impiden acceder a derechos de cuidado, y escasas iniciativas destinadas a su involucramiento en salud, autoatención y tareas comunitarias. Las encuestas de nuestro último informe evidencian que, pese a cierta conciencia sobre los mandatos de género, persisten modelos de masculinidad ligados a la autosuficiencia, la provisión económica y la distancia respecto del cuidado, al mismo tiempo que muchos hombres expresan deseo de paternar y de involucrarse más en la vida cotidiana de hijes y personas cercanas, aunque no tengan los derechos para hacerlo.
En este contexto, es fundamental que comiencen a cuestionarse los mandatos de masculinidad hegemónica y los cuidados como fuentes de bienestar propio y colectivo, y que para ello se precisa que las políticas públicas de cuidado interpelen a los hombres activamente. De este modo, el modelo de corresponsabilidad debe pensarse también como una reconfiguración del lugar de los varones en la organización social del cuidado, ya que, de lo contrario, corre el riesgo de traducirse en una mera ampliación de las expectativas sobre las mujeres, manteniendo prácticamente intacto el mandato masculino de desentenderse de los cuidados.
Por otro lado, la Corte remarca que todas las obligaciones estipuladas deben aplicarse con especial atención a grupos históricamente marginados: infancias y adolescentes, personas mayores (que deben ser cuidadas sin discriminación y con respeto a su autonomía), personas con discapacidad, mujeres migrantes, de comunidades indígenas, afro y de zonas rurales, personas en situación de pobreza y mujeres privadas de libertad o con familiares detenidos, que asumen jornadas múltiples de cuidado invisibilizado.
En particular, las mujeres migrantes enfrentan condiciones de precariedad y desprotección y, en muchas ocasiones, forman parte de las tramas transnacionales de cuidado: circuitos donde el trabajo de cuidado se traslada de un territorio a otro. Este desplazamiento puede darse entre países del Sur global y del Norte, entre países de una misma región con distinta demanda de trabajo de cuidado, o bien dentro de un mismo país, desde zonas periféricas hacia centros urbanos. En todos los casos, el cuidado es sostenido por trabajadoras migrantes en los lugares de destino y por otras mujeres en los lugares de origen que asumen el cuidado que ellas dejan, reproduciendo así una división (inter)nacional del trabajo de cuidados atravesada por género, clase, raza y territorio. Si bien la Corte hace especial mención a las mujeres migrantes, no hace referencia a este fenómeno en particular, por lo que es importante seguir exigiendo a los Estados medidas concretas de coordinación internacional de políticas migratorias, laborales y de seguridad social, derechos laborales y ciudadanía social para trabajadoras migrantes, independientemente de su estatus, así como también cooperación entre los países de origen y destino.
Cuidar en tiempos de vaciamiento
El reconocimiento del cuidado como derecho humano no puede separarse del contexto actual. En Argentina, el gobierno de Javier Milei lleva adelante un proceso de brutal desmantelamiento del Estado, cuyos efectos recaen directamente sobre quienes más necesitan cuidado así como también sobre quienes cuidan.
Según el informe La Cocina de los Cuidados, el recorte se siente en cada ámbito: las asignaciones familiares redujeron su cobertura, la Pensión Universal para el Adulto Mayor perdió casi un tercio de sus beneficiarios. Todo ello mientras se desploma el salario real, con especiales consecuencias en las trabajadoras de casas particulares, y donde la necesidad del pluriempleo crece y el tiempo para cuidar se achica recayendo como siempre en las mujeres y cuerpos feminizados.
Los servicios comunitarios de cuidado se desintegran frente a la falta de financiamiento y la caída del poder adquisitivo, mientras que las personas mayores pierden acceso a medicamentos del PAMI. Los espacios para cuidar también sufrieron un fuerte recorte, se eliminaron los programas nacionales de vivienda, se cerraron 50 Casas de Atención y Acompañamiento Comunitario, y la infraestructura social se encuentra prácticamente paralizada.
Todo se debilita sin la falta de insumos y recursos. Según nuestro monitoreo sobre el Presupuesto con Perspectiva de Género que realizamos en mayo de este año, de las 44 políticas de género que había, en la actualidad existen sólo 9. Uno de los puntos centrales de este ajuste se evidencia a su vez en la reducción del Programa Acompañar, que busca brindar apoyo integral a personas en situación de riesgo por violencia de género. La cantidad de titulares del programa bajó de 100.000 en 2023 a 18.000 en 2024.
Los tratamientos hormonales distribuidos se desplomaron de 117.906 en 2023 a apenas 4.430 en 2024 y no se cuenta con datos ni detalle del presupuesto asignado al primer trimestre de 2025. De esta manera, se pone en riesgo un pilar fundamental para el cumplimiento de la Ley de Identidad de Género, que además fue modificada por un decreto presidencial a comienzos de este año, limitando el acceso a tratamiento de personas menores de edad y afectando el alojamiento de personas trans en cárceles.
La cantidad de preservativos distribuidos se redujo de 16.704.288 en 2023 a 2.431.440 en 2024 y la cantidad bajó abruptamente a cero para el primer trimestre de 2025 (últimos datos disponibles). Los medicamentos distribuidos para el cumplimiento de la Ley N° 27.610 de interrupción voluntaria del embarazo pasaron de 171.061 en 2023 a cero en 2024, y el Ejecutivo Nacional dejó de reportar su seguimiento en 2025. Por su parte, la distribución de tratamientos con métodos anticonceptivos de larga duración para adolescentes se redujo de 79.490 en 2023 a 28.320 en 2024 y se reporta en cero al primer trimestre de 2025.
En las calles se reflejan todas y cada una de estas demandas. La defensa de los hospitales públicos, las movilizaciones de personas con discapacidad, jubiladxs, trabajadorxs de la salud, de la educación y de los espacios comunitarios expresan una misma urgencia: sostener el derecho a cuidar y ser cuidadxs, porque de ese derecho depende la vida digna de toda la sociedad.
Esa fuerza que se manifiesta en las calles también se traduce en una disputa más profunda: la de volver a poner el cuidado en el centro de la política.
El derecho al cuidado, en consecuencia, se vuelve una herramienta para disputar sentido. Nombrarlo como derecho implica afirmar que la vida no puede sostenerse sin vínculos, sin redes, sin comunidad y que el Estado debe asumir su responsabilidad de garantizarlo.
Cuidar como horizonte político
Desde los feminismos se viene sosteniendo lo que la CIDH acaba de reconocer jurídicamente: el cuidado es político. Cuidar y ser cuidadx implica distribuir poder, tiempo y recursos, pero también imaginar otras formas de habitar y sostener el mundo. En tiempos de crisis ecológica, económica, donde la precarización de la vida es cada vez más profunda, la perspectiva de los cuidados se vuelve un horizonte desde el cual repensar la vida en común.
En ese sentido, la resolución establece que los Estados deben redistribuir las tareas de cuidado entre los hogares, el Estado, el mercado y las comunidades y, dentro de ellos, entre hombres y mujeres. De esta forma, la Corte no solo crea una obligación jurídica, sino que interpela directamente al modelo económico vigente, que ha invisibilizado históricamente al cuidado como un asunto privado y dejándolo sobre los hombros de las mujeres y cuerpos feminizados.
La Opinión Consultiva no sólo abre un horizonte jurídico, sino también político para América Latina y el Caribe. Pero más allá de su valor normativo, el desafío está en traducir el derecho en práctica, en exigir presupuestos, leyes y políticas concretas que lo hagan efectivo. Desde Ecofeminita, nuestro aporte al proceso ante la Corte fue precisamente subrayar esa dimensión económica: el derecho al cuidado no puede garantizarse sin una justicia fiscal feminista que redistribuya recursos y responsabilidades. Si bien la Opinión Consultiva no aborda de forma explícita la cuestión tributaria, el derecho al cuidado, ahora reconocido como derecho humano, debe leerse en consonancia con los principios de fiscalidad y derechos humanos, que exigen a los Estados adoptar políticas fiscales que, de manera progresiva, logren abordar las brechas estructurales de desigualdad.
En nuestra propuesta, señalamos que la justicia fiscal resulta fundamental para garantizar el derecho al cuidado. Un Estado que recorta, ajusta y desmantela políticas públicas profundiza la desigualdad y relega la sostenibilidad de la vida a los hogares más empobrecidos. Las medidas económicas como la toma de deuda, la evasión y los privilegios fiscales expresan un modelo económico que prioriza la acumulación de los que más tienen por sobre el cuidado y las políticas de bienestar. A su vez, profundiza las brechas de género, clase y territorio en el acceso a derechos. Solo un sistema tributario justo puede garantizar el derecho efectivo a cuidar y ser cuidadxs, redistribuyendo tiempo y recursos.
Esa transformación es precisamente la que impulsa el horizonte de una sociedad del cuidado, propuesta que la agenda regional reconoció recientemente en el Compromiso de Tlatelolco. Allí, los Estados de América Latina y el Caribe reconocieron que el cuidado es una necesidad a lo largo de toda la vida, un derecho humano y un bien público, y que avanzar hacia una sociedad del cuidado implica reorganizar nuestras economías, nuestras instituciones y nuestras relaciones sociales en función de la sostenibilidad colectiva de la vida. No se trata solo de crear políticas de cuidado, sino de cambiar el paradigma del desarrollo, de pasar del modelo de la acumulación al de la interdependencia y la corresponsabilidad social y de género.
El Compromiso de Tlatelolco y nuestro aporte a la Opinión Consultiva convergen así en una misma dirección: reafirmar que cuidar, ser cuidadx y autocuidarse son dimensiones inseparables de una vida digna y que garantizar ese derecho requiere voluntad política, financiamiento y redistribución. Ambos instrumentos trazan una agenda regional a futuro, donde el centro de la política económica y social sea la vida misma.
En ese sentido, la Opinión Consultiva constituye un avance importante al recoger demandas históricas de los feminismos y ofrecer un instrumento útil para la acción estatal. Sin embargo, deja abiertos aspectos decisivos para su operatividad como el financiamiento, la arquitectura institucional, interpelación efectiva de los hombres, sumado a los altos índices de informalidad en la región. Esos vacíos no se saldan con declaraciones: exigen decisiones que reconozcan la contradicción central entre la lógica de acumulación capitalista y la sostenibilidad de la vida. En un contexto de repliegue estatal y desigualdades en ascenso, “poner la vida en el centro” debe traducirse en diseños institucionales, instrumentos presupuestarios y mecanismos de evaluación y participación social que garanticen la corresponsabilidad entre el Estado, los hogares, las comunidades y los mercados, desplazando el cuidado del plano declarativo al de política pública exigible.
De allí la centralidad de la justicia fiscal feminista, capaz de incrementar la progresividad tributaria, desactivar privilegios y la evasión, y asegurar inversión pública estable en sistemas, servicios e infraestructura de cuidados. En diálogo con el derecho al cuidado, esta perspectiva interpela el modelo económico vigente porque reclama una economía al servicio de la vida y no de los mercados, convoca a tejer comunidad frente al despojo y recuerda que este derecho no busca solo reconocer y reparar, sino transformar lo que entendemos por bienestar, justicia y lo común. En tiempos de retroceso estatal, poner la vida en el centro no es un eslogan: es un derecho humano y una urgencia política.



