Mercedes D’Alessandro y Magalí Brosio
Hace pocos días se estrenó en Televisión Pública un programa de contenido económico llamado “Economía sin corbata”, que toma como propio el nombre del último libro de Yanis Varoufakis -ministro de economía griego-. El logo del programa es una camisa masculina y los cuatro conductores son todos hombres. Esto, lejos de ser una excepción es más bien la norma: la mayoría de los programas que presentan y discuten temas económicos en los medios omiten la presencia de mujeres economistas, o bien, las relegan a tareas mínimas y ornamentales.
Esto sucede también a nivel internacional: en un estudio publicado en la revista The Economist se presentó una lista de los 25 economistas más influyentes en el mundo y en ella no había ninguna mujer. Algún apresurado podrá aventurar que quizás no somos tantas las economistas y por eso no tenemos espacio en las discusiones cotidianas sobre el rumbo económico de nuestro país; sin embargo, quienes habitamos en este submundo sabemos que no es así: contra viento y marea nos doctoramos, tenemos posgrados, dirigimos centros de investigación o carreras, somos docentes prestigiosas, expertas consultoras en múltiples áreas, escribimos papers, etc.
¿Por qué el nombre del programa hace referencia a una prenda masculina por definición? ¿Qué significa hacer economía sin corbata? A esta pregunta algunos colegas nos respondieron que se trata de “una forma de comunicar desestructurada”, pero las mujeres economistas (y periodistas económicas) nunca hemos sufrido la imposición de la corbata, en todo caso, nos estructuran (o desestructuran) otras prendas de vestir -el largo de la pollera o el alto de los tacos, por ejemplo-, los estereotipos, las discriminaciones, etc. ¿Refiere acaso a aquel prototipo de los economistas neoliberales (los malos) como un hombre vistiendo traje y corbata caros y refinados? Es bueno recordar que en la actualidad Christine Legarde -una mujer- es la directora del Fondo Monetario Internacional -el organismo que todos relacionan directamente con las políticas neoliberales-, y por supuesto, tampoco usa corbata. Tampoco usan corbata Angela Merkel, quien tiene en vilo a toda la Eurozona con las políticas de “austeridad” y es la cara actual de los ideales neoliberales, o Janet Yellen, quien dirige la Reserva Federal de los Estados Unidos.
De más está decir que, desde nuestra perspectiva, lo que nos diferencia a los economistas críticos de los economistas neoliberales no es la vestimenta sino las teorías, conceptos, métodos, políticas, formas de pensar y actuar sobre la realidad. La simbología de la corbata nos resulta ajena y solo reproduce una idea arcaica y machista de que la economía es cosa de hombres.
Esta discusión puede parecer trivial o un capricho semántico. Así también puede sonar irrelevante hacer notar que la categoría bajo la cual el INDEC registra el trabajo doméstico no remunerado es la de “ama de casa”, asumiendo desde el principio que es una tarea femenina (en Argentina, el 93% de las personas que realizan esta labor son mujeres). Lo cierto es que el trabajo doméstico es ineludible, alguien tiene que hacerlo, pero la distribución asimétrica de estas tareas hace que las mujeres nos veamos perjudicadas e impacta no solo sobre nuestras posibilidades de desarrollo en el mercado laboral, sino también sobre nuestra autonomía económica. Además del por qué las mujeres dedicamos casi el doble de horas que los hombres a estas tareas, existen también extensas discusiones sobre el trabajo doméstico no remunerado que van desde cómo se mide esta actividad a si tiene valor mercantil (precio), o por qué se consideran “inactivos“ a los individuos que las realizan como su principal actividad (amas de casa).
Del mismo modo, esta ausencia de reflexión se replica cuando se habla de mejoras en indicadores laborales en la última década: no estamos acostumbrados a desmenuzar los datos y observar o estudiar hasta qué punto falencias o injusticias económicas castigan de manera asimétrica a la población masculina y femenina. Si hacemos el esfuerzo de mirar con atención la información económica disponible, encontramos que en Argentina las mujeres nos enfrentamos a numerosas desventajas en el mercado laboral: el nivel de desempleo en las mujeres es mayor que en los hombres; el trabajo del 36,2% de las mujeres asalariadas se encuentra en el sector informal donde los salarios se caracterizan de por sí por ser más bajos (entre otras desventajas como ausencia de regulaciones sobre las licencias por maternidad, cobertura social, aportes jubilatorios, etc.). El 88,9% de las mujeres realizamos trabajo doméstico no remunerado en el hogar (además de trabajar fuera de casa), mientras que solo un 57,9% de los varones colabora con las labores domésticas y aún estos dedican la mitad del tiempo que las mujeres a las mismas; finalmente, si superamos todas estas adversidades y logramos incorporarnos al mercado laboral, nos esperan nuevos desafíos: ejemplo de ello es que las mujeres ganamos en promedio 27% menos que los varones a pesar de que en promedio nuestro nivel educativo es mayor y enfrentamos dificultades para ascender laboralmente (fenómeno conocido como techo de cristal).
Si bien los temas de género hoy “están en agenda” (y esto es una afirmación generosa, porque algunos de ellos continúan siendo sistemáticamente ignorados o postergados indefinidamente como el caso del aborto legal y gratuito), sirve poco y nada si no se traduce en mejoras concretas. Ejemplo de ello es que las proyecciones a nivel mundial acerca de la brecha salarial sostienen que si seguimos en piloto automático, hombres y mujeres cobraríamos igual recién hacia el 2086 (para entonces quizás ya tengamos una colonia de gente viviendo en Marte).
Creemos que la tarea de la economía crítica (a la cual contribuimos) es realizar un aporte para recomponer esta situación que no por su permanencia en el tiempo debe asumirse como algo natural. Al dejar de lado la pregunta acerca de cuál es la situación de varones y mujeres, a qué se deben estas brechas, cómo cambia el escenario en el tiempo, qué determina estos cambios, etc., nos perdemos la posibilidad de construir espacios igualitarios y de tener políticas públicas que incorporen y hagan propia la necesidad de resolver estas desigualdades. Sin embargo, todo esfuerzo será estéril si no parte de un cambio profundo en el seno de la sociedad, la que muchas veces niega que existan estas diferencias aunque la evidencia y la realidad nos enrostren día a día que las mujeres no somos tratadas como iguales.
Hombres y mujeres debemos entender que esta situación desigual nos pesa a todos y revertirla constituye una necesidad. Así también necesitamos comprender más temprano que tarde, que nadie nos va a regalar ningún derecho, y que la organización y la lucha por conseguirlos, “por un mundo donde seamos socialmente iguales, humanamente diferentes y totalmente libres” (como diría Rosa Luxemburgo) está en nuestras manos.
Nota publicada originalmente en NOTAS