Por Justina Lee
La deuda pública y las políticas de ajuste han sido una constante para muchos países de América Latina y del Sur global, y Argentina no es la excepción. El Fondo Monetario Internacional (FMI) es un actor clave en el manejo de la deuda, promoviendo acuerdos que, aunque ahora aparezcan con «apartados de género», siguen priorizando «déficits fiscales sanos» en detrimento de la sostenibilidad de la vida. Esta «nueva visión» del FMI no es más que un enfoque instrumental, que reduce la igualdad de género a un medio para alcanzar un crecimiento económico que deja de lado los efectos reales que deterioran las condiciones de vida de la mayoría de la población. Por lo tanto, desenmascarar la supuesta perspectiva de género del FMI desde la Economía Feminista (EF) será muy importante para ver de manera más clara los impactos sociales de sus políticas en un país en crisis como Argentina.
El eterno matrimonio entre Argentina y el FMI
Argentina es un país que ha mantenido relaciones con el FMI de forma constante desde la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, esta relación no supuso un verdadero desarrollo del país, sino que derivó en recurrentes ciclos de recesiones económicas, en los que la implementación de las recetas neoliberales solicitadas por el FMI llevaron a una descomposición del tejido social que se vislumbró en el empeoramiento de indicadores económicos como el desempleo, la caída del salario real, la pobreza, la desigualdad, y la concentración de la riqueza. Este proceso se aceleró particularmente en los 90, etapa que fue iniciada por las recomendaciones del llamado “Consenso de Washington”, en donde se implementaron paquetes de reformas estándar para “países en desarrollo” enfocadas en desregular ciertos mercados, vinculados a las finanzas y el trabajo, abrir las economías al mundo y darle nuevas funciones al Estado. Esto implicó, entonces, un proceso de privatizaciones de bienes comunes y estatales.
Desde que la Argentina se unió al FMI, accedió a 21 acuerdos de condicionalidad fuerte: 19 Stand By y 2 de Facilidades Extendidas. Estos acuerdos vienen acompañados de implementaciones de políticas económicas concretas, que suelen estar enfocadas en la consolidación fiscal, lo que suele generar tensiones y conflictos sociales. Desde que Argentina ingresó al FMI, pasó 42 de los 66 años bajo programas del organismo. Esta relación histórica entre Argentina y el FMI contextualiza la situación económica estructural del país y su consecuente volatilidad e inseguridad para analizar la situación del préstamo vigente. En 2018, el gobierno de Mauricio Macri arrastraba una crisis de sobreendeudamiento y decidió retomar conversaciones con el FMI después de quince años sin acuerdos con el organismo. En junio de ese mismo año, se firmó un Acuerdo Stand-By por 50 mil millones de dólares, ampliado a 57 mil millones de dólares 4 meses más tarde. Esta cifra significó un hito en la historia del FMI ya que fue el préstamo más alto de la entidad. A su vez, fue el primer acuerdo firmado entre Argentina y el FMI que incluyó un apartado de género.
Según un análisis realizado por Francisco J. Cantamutto, el Producto Interno Bruto (PBI) argentino cayó un 5,2% desde la entrada en vigencia del Stand-By hasta el segundo trimestre de 2021. Aquí, el autor afirma que un 2% de esa caída es previo al inicio de la pandemia, por lo que fue generado bajo el acuerdo con el FMI. A su vez, otros indicadores muy relevantes para analizar la estabilidad económica del país son el tipo de cambio entre el dólar estadounidense y el peso argentino y la inflación. Antes de que se firmara el acuerdo, el dólar estadounidense valía 25 pesos argentinos. Al finalizar el mandato del gobierno de Mauricio Macri, en diciembre de 2019, pasó a valer $60, y en el momento en el que se escribe este trabajo se encuentra en un valor de $207. Esto quiere decir que hubo una gran devaluación del peso argentino con respecto al dólar estadounidense lo que, en el país tiene consecuencias directas en el índice general de precios.
Desde la firma del acuerdo hasta el fin del gobierno de Macri, la inflación alcanzó un 94%, y esto se profundizó en los siguientes dos años alcanzando una suba total del 278%. A su vez, la pobreza y la indigencia, en términos de niveles de ingresos, también aumentaron drásticamente en un 49% y 118% respectivamente. Aquí, es importante destacar que la mayor parte de estos incrementos ocurrieron durante el período de desembolsos del FMI. En este contexto de inflación alta, bajó el poder adquisitivo de la población: existe una tendencia a la baja durante del salario real en el país, que sabemos que sigue vigente al día de hoy. La pérdida del salario fue en promedio del 14% entre 2018 y 2021, y esto fue peor para los ingresos de la economía informal (el empleo no registrado) cuyos ingresos disminuyeron 18% a diciembre de 2019 y 25% a septiembre de 2021. También empeoraron los indicadores de desigualdad entre los sectores más ricos y los más pobres: la diferencia entre el decil con mayores ingresos y el decil con menores ingresos pasó de 21,6 veces a 24,8 veces. De esta manera, queda en evidencia que todos estos indicadores muestran un empeoramiento de la economía argentina con mayor volatilidad e inseguridad económica.
Si todos estos indicadores, además, los analizamos con “los anteojos” de la EF, vemos que además, el impacto es mayor para las mujeres. Ellas representan el 65% de las personas más pobres del país, a su vez que se hacen cargo de la mayoría de los TDCNR (70%), lo que les da menores posibilidades para conseguir más horas en el mercado laboral formal para generar mayores ingresos y mejorar su situación económica ante un contexto de fuerte volatilidad. Un país con altos niveles de inflación, pérdida del poder adquisitivo, devaluación del peso nacional, aumento de pobreza e indigencia (incapacidad de adquirir una canasta básica de alimentos) atenta directamente contra los cuidados y la sostenibilidad de la vida.
La perspectiva de género del Fondo: ¿apropiación de las discusiones feministas o promotores de la igualdad?
En un análisis realizado por las economistas feministas Corina Rodríguez Enríquez y Diane Elson sobre la perspectiva de género del FMI, remarcan diversas contradicciones que presenta el acuerdo firmado entre el organismo y la Argentina en 2018. En primer lugar, las autoras analizan su perspectiva de género a partir de una nota titulada “Cómo operacionalizar las cuestiones de género en el trabajo en los países” publicada en 2018 en donde se menciona que es fundamental impulsar el aumento de la participación de las mujeres en el mercado laboral porque contribuye a la productividad laboral y al crecimiento económico. Rodríguez Enríquez y Elson cuestionan que esta nota no advierte clara y concretamente cuáles serían las medidas para avanzar hacia una mayor igualdad de género y que, además, esto dependerá en gran medida de las opiniones subjetivas de los miembros del equipo del FMI y de los funcionarios y políticos del país con los que interactúan.
En segundo lugar, las autoras critican que la entidad plantea la igualdad de género como algo instrumental y no como un fin en sí mismo, por lo que queda claro que el FMI sólo prioriza el crecimiento y la estabilidad económica por sobre la sostenibilidad de la vida. A su vez, se mencionan únicamente los derechos comerciales de las mujeres, es decir, todos aquellos derechos que puedan contribuir con el crecimiento económico y no con la igualdad de derechos entre varones y mujeres per se. Aquí se pierde de vista la visión interseccional que tiene en cuenta la relación que existe entre las desigualdades de género, socioeconómicas y étnico/raciales: el FMI percibe a las mujeres como un grupo homogéneo que no tiene diferencias entre sí. Esto está muy alejado de la realidad argentina ya que existe una brecha promedio similar de participación en el mercado laboral (tasa de actividad) entre varones y mujeres y entre mujeres que viven en hogares urbanos del quintil 5 (mayores ingresos) y urbanos del quintil 1 (menores ingresos) que se acerca a los 20 puntos porcentuales. Ignorar esta complejidad lleva a soluciones generales que no responden a las diversas realidades de la población.
En tercer lugar, si bien el FMI dedica un capítulo de género (el apartado C) en el acuerdo firmado, éste es contradictorio con el resto del acuerdo que condiciona la austeridad fiscal. En el apartado C, el organismo propone una serie de medidas importantes en materia de avance hacia la igualdad de género, pero exige al mismo tiempo cumplir con metas de recorte en el gasto público y en la inversión del Estado para tener una balanza de pagos sostenible. De esta manera, esto entra en tensión con la implementación de políticas públicas sugeridas en dicho apartado ya que implicaría que el Estado tenga que asignar recursos económicos y, por ende, redireccionar la inversión estatal en dichas medidas. En el capítulo referido a la política fiscal, el FMI dictamina que haya racionalización del empleo público, reducción del 15% del gasto en compras de bienes y servicios y posponer proyectos de obra pública no esenciales. Por ejemplo, tanto dentro de un proyecto presentado por el gobierno de Macri previo al acuerdo, como dentro del apartado C, se sugería que se extendiera la infraestructura para el cuidado de niñes y educación en la primera infancia. El proyecto del gobierno planeaba construir 1000 jardines de infantes, pero, al término de su gestión, solo se construyeron 107, lo que demuestra que el compromiso de ampliación era más declarado que efectivo y que no se puede sostener un compromiso de inversión estatal cuando simultáneamente se asumen compromisos de consolidación fiscal.
En cuarto lugar, el FMI reconoce la existencia de los Trabajos Domésticos y de Cuidados No Remunerados (TDCNR), pero los ve únicamente como un obstáculo para el crecimiento económico. A diferencia de la visión de la EF, que remarca el rol sistémico de estas tareas, que son imprescindibles para la sostenibilidad de la vida y de nuestras economías, el FMI plantea que estos trabajos dificultan el crecimiento económico. De esta manera, se limita a sugerir intervenciones aisladas y acotadas que, además, pretende hacer compatibles con la austeridad fiscal. Esto es sumamente contradictorio debido a que las políticas de austeridad fiscal, por lo general, conllevan a una sobrecarga aún mayor de los TDCNR sobre las mujeres.
En quinto y último lugar, las autoras critican que el FMI evalúa los impactos de género a través de modelos económicos ortodoxos con supuestos neoliberales (modelos de equilibrio general dinámicos y estocásticos) que, por un lado, asumen una realidad desde una perspectiva que no es universal y que, por el otro, no tienen en cuenta variables y restricciones sistémicas que dificultan que las mujeres gocen de los mismos derechos que los varones. Entre ellas nombran la falta de servicios adecuados de transporte y cuidados, o la escasez de puestos laborales en el sector formal. Este tipo de modelos sirve cada vez menos para explicar fenómenos que ocurren en la realidad porque no considera relaciones sociales y de poder que determinan el accionar de las personas.
La (in)sostenibilidad de la deuda y la vida
Para el FMI, el objetivo principal del acuerdo es que la deuda sea sostenible, lo que para el organismo significa que “el saldo primario necesario para estabilizar la deuda tanto en el escenario de referencia como en el de shock realista es económica y políticamente factible, de forma que el nivel de deuda es coherente con un riesgo de refinanciación aceptablemente bajo y con la preservación del crecimiento potencial a un nivel satisfactorio”. Esto significa que para ellos, tener una deuda sostenible implica una combinación de fundamento fiscal con el acceso al mercado internacional para refinanciar ‘voluntariamente’ la deuda y, así, sostener el crecimiento económico.
Como sostiene Mariano Féliz, según esta visión de la ortodoxia económica, este problema puede solucionarse únicamente a través del ajuste fiscal, lo que envía señales a los mercados y a los acreedores, de que existe una capacidad de repago. De esta manera, se habilitaría la reproducción de capital y un crecimiento económico que, luego, “derramaría” en la mejora de todos los indicadores económicos y resolvería todos los problemas sociales. A su vez, dicha entidad reconoce que el ajuste tiene consecuencias sociales, pero las ve como una externalidad negativa que hay que paliar y que las sociedades tienen que esperar a los efectos del largo plazo para disfrutar de los frutos del crecimiento económico. Sin embargo, como vimos anteriormente, no es esto lo que ha ocurrido históricamente y pareciera ser que no es lo que está ocurriendo actualmente con el programa de políticas económicas del FMI.
Aquí, la Economía Feminista puede ayudarnos a pensar si efectivamente las consecuencias sociales son una externalidad negativa o si en realidad ese ajuste fiscal esconde que la manera de pagar es poniendo en riesgo la sostenibilidad de la vida. Es fundamental tener en cuenta que tanto la reproducción de la fuerza de trabajo como el trabajo en sí mismo son una parte integral y fundamental de la reproducción ampliada del capital.
Además, al poner el foco desde la sostenibilidad de la vida, podemos dilucidar que el capital no sólo se apropia de los trabajos remunerados, sino que también lo hace con los trabajos no remunerados. En nuestro país, el sector de los TDCNR es el que más contribuye al PBI del país, aportando casi un 16% del mismo, superando a la industria y al comercio. Como afirma la EF, los TDCNR son fundamentales para que existan los trabajos remunerados, por lo tanto, es necesario tener una mirada ampliada que los involucre. De lo contrario, es incompleto el análisis del crecimiento económico y también el análisis de la deuda externa como la actual.
Los TDCNR son un límite material a la sostenibilidad de la deuda, por lo que no se pueden tratar como una externalidad o un obstáculo. En un contexto de estallidos económicos y financieros recurrentes, en donde las familias tienen que reinventarse y buscar nuevas formas de solventar sus gastos y su propia reproducción, con más miembros sumergiéndose en el mercado de trabajo formal e informal, la falta de apoyo para el trabajo reproductivo, realizado mayoritariamente por mujeres, limita sus posibilidades de participación económica y aumenta la carga sobre ellas.
Esta sobrecarga en los cuerpos de las mujeres, quienes deben resolver tanto las tareas domésticas y de cuidado como la generación de ingresos, muestra cómo la crisis de los cuidados y la reproducción social agravan estas desigualdades. En consecuencia, el buen funcionamiento de las instituciones financieras no sanaría estas tensiones y contradicciones latentes, como supone la mirada ortodoxa.
Lo que esta contradicción pone de relieve es que el objetivo principal del funcionamiento del sistema no es la reproducción de la vida, sino el proceso de acumulación de capital que, como necesita disponer de trabajadores y trabajadoras para funcionar y producir valor, debe también resolver de alguna forma cómo nos reproducimos socialmente. El ajuste y las ‘buenas señales’ a los acreedores y al mercado, entonces, impide que estas tareas imprescindibles se lleven a cabo de una manera plena y es por esto que enfocarse únicamente en sostener a la deuda como lo propone el FMI hace insostenible la vida.
Si sólo nos enfocamos en las recesiones de los mercados, dejamos de lado una gran parte del problema para entender con mayor claridad por qué hay estallidos económicos y financieros. Es cierto que esos estallidos indudablemente tienen un efecto negativo en la vida de las personas y tiene mucho sentido a priori querer subsanar eso primero. Sin embargo, no mirar lo que se esconde detrás de cada estallido y querer resolver repetidamente sólo una parte del problema, implicará que las economías seguirán estallando y que la sostenibilidad de la vida quedará siempre en un plano invisible.
Lo que es más, crecer económicamente no conlleva necesariamente a que haya mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. El fundamentalismo del mercado puede ayudar a mejorar algunos indicadores macroeconómicos, como achicar los déficits fiscales y tener balanzas de pagos “sostenibles” para que un país pueda tomar más deuda y que eso pueda derivar en inversiones y crecimiento económico. Sin embargo, al mirar en paralelo qué ocurre con la sostenibilidad de la vida, queda claro que muchas veces esos déficits fiscales “sanos” esconden detrás que los procesos que regeneran la vida están quebrados y en constante riesgo.