Mercedes D’Alessandro y Magalí Brosio
Sobre la desigualdad de género en el mercado laboral se habla mucho pero se dice poco. No hace falta ser economista ni feminista para notar que las mujeres ganamos menos que los varones, lo que en la jerga se conoce como “brecha salarial”. Desde la millonaria Patricia Arquette, que dio un encendido discurso acerca de la discriminación que sufren las mujeres en la industria del espectáculo al recibir el Oscar a mejor actriz, a las trabajadoras no registradas que luchan por llegar a fin de mes con sus magros ingresos, pasando por las altas directivas en empresas internacionales, deportistas o intelectuales, ninguna parece quedar exenta de este fenómeno. Más allá de las diferencias circunstanciales entre unas y otras, todas compartimos el hecho de que –a pesar de realizar muchas veces el mismo o similar trabajo- ganamos menos que nuestros pares varones. Los datos acompañan estas afirmaciones mostrando que no sólo se trata de un fenómeno global sino que además las acciones llevadas a cabo para reducir esta brecha salarial apenas han tenido efecto; de acuerdo a la Organización Internacional del Trabajo (OIT), si se continúa al ritmo actual, esta no se cerrará hasta el 2086. Argentina, por supuesto, no es la excepción: en nuestro país, las mujeres ganamos en promedio un 27,2% menos que los varones. A pesar de las políticas de empleo implementadas en la última década, la brecha salarial ha disminuido relativamente poco desde 2003 hasta la actualidad para el empleo registrado y aumentó para el empleo no registrado, en donde el porcentaje de mujeres en esas condiciones es mayor inclusive que el de varones. En provincias como Misiones, Salta y Chubut la situación se agrava dramáticamente: las mujeres ganan alrededor de un 65% menos que un varón. Algo similar sucede si nos enfocamos en los trabajadores menos capacitados (aquellos con estudios secundarios incompletos): dentro de este segmento -que ya se caracteriza por salarios bajos-, las mujeres reciben en promedio remuneraciones 47% menores que sus pares varones. En algunos casos cuando la capacitación aumenta, la brecha disminuye, pero esto no es lineal: en nuestro país, por ejemplo, solo el 7% de los altos cargos ejecutivos (CEO) en empresas están ocupados por mujeres y aquí la brecha salarial asciende a más de 40% en desventaja para las mujeres[1]. ¿A qué se debe la desigualdad? En los últimos años las mujeres hemos atendido a numerosos debates: legalización del aborto, violencias de género, feminicidio, etc. En todos estos campos hay una gran parte de la sociedad que aún niega la discriminación como causa u origen de muchas de estas cuestiones, o bien, que acusa a la mujer de ser la culpable de la situación objeto de debate. La economía no es la excepción. Muchos escépticos sobre las desigualdades de género intentan escudarse en que la diferencia de promedios entre lo que ganan mujeres y varones no se debe a que las primeras son discriminadas, sino simplemente a que estas trabajan menos horas y en sectores peor pagos. Quienes mantienen esta postura parecen olvidar o desestimar que las mujeres partimos de una inequitativa distribución del trabajo doméstico no remunerado, que tiene un gran peso en el porqué muchas veces terminamos dedicando menos horas al trabajo fuera del hogar (los datos muestran que la participación de las mujeres en el mercado laboral disminuye –por ejemplo- a medida que aumenta la cantidad de hijos/as). En Argentina, según el INDEC, las mujeres destinan casi el doble de tiempo que los varones a las tareas domésticas no remuneradas. A su vez, casi el 90% de las mujeres realizamos estas labores mientras que de los hombres la participación apenas supera el 50%. Otro argumento también esgrimido a menudo por este grupo es que las mujeres “elegimos“ trabajos peor remunerados, sin siquiera preguntarse acerca de la segregación laboral, que nos excluye de participar en ciertos sectores económicos que se perciben como más masculinos, limitando nuestras decisiones (este fenómeno es conocido como “paredes de cristal“). Por si es necesario aclararlo para los menos despiertos estas situaciones de la vida cotidiana también implican desigualdad y son problemas a abordar en sí mismos. Finalmente, resta señalar que cierta parte de la brecha salarial no parece tener origen ni en una menor cantidad de horas de trabajo ni en la participación en sectores económicos peor pagos. De acuerdo a la OIT, las diferencias en características observables de cada trabajador o trabajadora (factores como educación, experiencia laboral, sector económico, región, intensidad laboral y ocupación) sólo explican un 46,3% de la brecha de ingresos entre mujeres y varones (brecha explicable). ¿Y el restante 53,7% cómo se explica? Es difícil dar una respuesta concreta a ello ya que intervienen factores esquivos o incluso de imposible medición; sin embargo, lo que sí podemos afirmar es que los datos indican que trabajadores y trabajadoras iguales en papeles reciben distinta remuneración por la realización de la misma tarea. Como podemos ver en el gráfico, la brecha salarial entre varones y mujeres es en Argentina de 27,2% (de las más altas en Latinoamérica), de los cuales 12,6% de la brecha salarial puede ser explicada por elementos que corresponden al mercado de trabajo (mencionados arriba). En el caso de Chile solamente un 1% de la brecha es atribuible a estos factores medibles y el resto (brecha no explicable) cae en el lado oscuro de la fuerza en donde encontramos machismo, sexismo, prejuicios, factores culturales, dinámicas laborales que excluyen a las mujeres, derechos inequitativos, etc. Si todo esto desapareciera en ese país, las mujeres y hombres deberían ganar lo mismo. Algo similar sucede en Brasil, donde incluso deberían terminar ganando más que los varones. [infogram id=»77b730a6-6e5b-4131-a446-cc01041284c8″ prefix=»hbD»] Economía y Género, la academia en un debate desigual Dejando atrás a los negadores compulsivos de la desigualdad, el segundo -pero no por ello menos importante- obstáculo al que nos enfrentamos los interesados en las temáticas de géneros es el escaso desarrollo teórico que hay en este campo y la paupérrima calidad de buena parte de él. Basta como ejemplo que recién hace 2 años se ha logrado incorporar como materia optativa para la carrera de Economía “Género y Economía“ en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (la de mayor matrícula en el país). La inserción de estas discusiones a nivel conceptual en el entramado del pensamiento e historia económica presenta un nuevo desafío para la ciencia económica en su conjunto y recién empieza a dar algunos frutos. La economía es además un campo en el que aún las mujeres no se han logrado constituir como “referentes”. Hace un tiempo la revista The Economist publicó una nota de los 25 economistas más influyentes del mundo y, casualmente, en ella no había ni una sola mujer[2]. Si miramos la cantidad de premios Nobel de economía ganados por mujeres, asciende a la ínfima suma de UNO. A todo esto hay que añadir que las discusiones económicas no están ajenas a la política y la ideología, y que la misma pregunta puede conducirnos por caminos diferentes tanto para la explicación de las causas del problema como para sus soluciones. Es decir, si los economistas ya teníamos un montón de dramas para determinar las causas de la desigualdad a nivel general, focalizar en el mercado laboral haciendo énfasis en las características de género añaden un tópico adicional a la discusión y nuevos determinantes. El llamado modelo de overcrowding, por ejemplo –que si bien no se origina en el seno neoclásico bien se puede asociar a esta escuela- parte del supuesto de que existen de “trabajos masculinos” y “trabajos femeninos”. Simplemente, como en estas últimas ramas existe una menor demanda de trabajo, el exceso de oferta de trabajadoras presiona los salarios a la baja. Y así termina la historia, pues parece que o bien la mujer económica a diferencia de su compañero el homo economicus no cuenta con el tan preciado don de la racionalidad -que de acuerdo a las premisas de esta teoría provocaría el desplazamiento a otro sector económico, lo cual permitiría igualar los salarios en la economía y llegar al siempre deseado equilibrio- o bien existe algún factor no económico que impide el ingreso de estas a los sectores masculinizados. Este modelo, además, cuenta con la ventaja de que se puede adosar perfectamente al típico esquema neoclásico de microeconomía laboral que explica cómo se distribuye en cada hogar cuánto tiempo dedica cada miembro de la familia al trabajo en el mercado y al trabajo doméstico. Básicamente, la decisión se toma basándose en las famosas ventajas comparativas de cada individuo: de esta manera, la elección racional sería que el que gana más dinero (que, como habrán adivinado, es el varón) trabaje y la que gana menos se quede en la casa. Sin embargo, lejos de abordar la problemática de manera comprensiva y explicar el problema de base, este tipo de razonamiento toma como dada la brecha salarial y adapta los comportamientos a ella. Lejos estamos de modificar la situación siguiendo esta lógica. En esta explicación (como en la explicación teórica neóclasica en su conjunto) los factores sociales, culturales, educativos, etc., están o bien ausentes o naturalizados. En este mismo camino de razonamientos, también hemos leído comentarios de economistas que omiten toda diferencia en torno a la realidad del mercado laboral y concluyen simplemente que las mujeres no se “valoran” lo suficiente y por eso a la hora de negociar salarios salen perdiendo o terminan optando por trabajos mal pagos. Por supuesto que esta es una excelente estrategia para evadir el cuestionamiento de fondo, que incluyen por ejemplo la distribución de tareas en el hogar (cuidado de los niños, ancianos, limpieza de la casa, etc.) asumiendo que es algo natural y normal que sea la mujer la encargada ellas. Feminismo y transformación social La agenda feminista está presente en nuestra sociedad, prueba de ello son las luchas de mujeres en todo el mundo por derechos civiles, reproductivos, educación, por la corrección de desigualdades financieras, culturales, en contra de la violencia, etc. Pero el feminismo no es homogéneo y no todas las perspectivas en disputa tienen los mismos objetivos. Algunos feminismos son conservadores en tanto no cuestionan el funcionamiento del sistema económico que crea y recrea desigualdad, ni perciben como injusta la distribución de riqueza social. El feminismo de Christine Legarde (directora del FMI), por ejemplo, se choca con las luchas salariales que dan los trabajadores de los países que tienen que ajustar sus economías para cumplir con los planes que éste organismo les intenta imponer a cambio de financiamiento. Esta cuestión no es trivial: no es lo mismo disminuir la brecha salarial con el objetivo de mejorar la eficiencia de la empresa capitalista (tal como proponen una infinidad de trabajos teóricos) o a costa del deterioro de las condiciones de trabajo de los varones (como ha ocurrido en muchos casos), que la lucha de las trabajadoras y trabajadores por mejorar sus condiciones de trabajo, en el marco de un proyecto político emancipador. El camino hacia una solución del problema, desde nuestro punto de vista, no es comprar un libro de autoayuda que nos enseñe a querernos más, el top ten de consejos para triunfar en la oficina o gritar “¡Me gusta ser mujer!“ (aunque siéntase todo el mundo libre de hacerlo). La experiencia es que los derechos que conseguimos las trabajadoras (y los trabajadores varones también) a lo largo de la historia no son el resultado de una simple elección racional o un ego desarrollado (o devaluado), sino que se conquistan a través de la organización y la lucha por objetivos concretos en el ámbito de la acción política. Y es por esto que nos parece que esta discusión, la de las causas de la desigualdad entre hombres y mujeres en el mercado laboral, hay que abordarla con urgencia y profundidad, porque en ese diagnóstico está la clave para conquistar las herramientas que nos permitan que esa brecha desaparezca. Esa sociedad, seguramente, será mejor para todos y todas. [1] Hace unos días salió una nota en New York Times en donde se evidencia que sobre una muestra de 1.500 empresas por cada mujer hay 4 hombres llamados John, Robert, William o James. Es decir, hay más varones llamados John dirigiendo compañías que el total de mujeres en un cargo de CEO. A este fenómeno de límite del ascenso laboral de las mujeres se lo llama “techo de cristal“. [2] Llama poderosamente la atención, por ejemplo, la exclusión de Janet Yellen, actual (y primera mujer) presidenta de la Reserva Federal de Estados Unidos, cuando su predecesor Ben Bernanke, aparecía nada más y nada menos que en el quinto lugar del ranking. Esto se debe a que el criterio de la publicación supone la exclusión de “central-bank governors” en ejercicio, sin embargo, la lista incluye a cinco miembros clave de la Reserva Federal. Versión PDF