“Es mi plata y la gasto como quiero”. Con estas reminiscencias de Ricardo Fort, cierro una conversación con mi papá que me critica algún abuso estético producto del aguinaldo. Y si bien estoy queriendo establecer que no todo en mi vida es pasible de recibir opiniones ajenas, sé que no es cierto. No gasto la plata como quiero, y no creo que eso sea posible.
En “Philosophy of Economics”, Julian Reiss dice “La falla en integrar clases sobre responsabilidad social empresaria y ética no es exclusiva de las escuelas de negocios (…). Más bien, el paradigma económico que se le enseña a los estudiantes en dichas escuelas o en universidades puede ser utilizado para justificar la máxima de Gordon Gekko ‘la codicia es buena’. Una de las primeras cosas que los estudiantes de economía aprenden es que existe un mecanismo llamado ‘la mano invisible’ mediante el que los mercados mágicamente transforman la búsqueda del beneficio personal en beneficio social. Un poco después, estos mismos estudiantes aprenden que la hipótesis de la mano invisible de Adam Smith fue confirmada matemáticamente por el así llamado ‘Primer Teorema Fundamental de la Economía de Bienestar’”. Más allá del problema que reviste esto de considerar que algo matemáticamente válido es verdadero para cualquier uso del concepto de verdad, el arraigo de los conceptos de autorregulación del mercado en nuestra vida cotidiana implica una idea más peligrosa que la de verdad; la de justicia. Creyendo que la oferta y la demanda se inter condicionan en términos de absoluta libertad, creemos que si un producto no es exitoso es porque no hace lo suficiente para ser exitoso (es caro, no se vende en todos lados, es feo, etc), y así nos liberamos de cualquier compromiso moral a la hora de comprar.
En algunos productos esto está más claro que en otros. “No me vengas con la perorata de Monsanto, cuando vendan las manzanas orgánicas en el súper al mismo precio compraré de esas”. Sin embargo, con otras cosas, no sólo no conocemos los productos alternativos, sino que sentimos que no podríamos vivir sin los productos convencionales. Las toallitas y tampones son el ejemplo perfecto. La mayoría de nosotras no conoce otros métodos de gestión de la menstruación y mucho menos concebimos menstruar y no utilizar alguno. Así que seguimos consumiendo promesas de andar en bicicleta con pantalones blancos “aún en esos días”.
En su trabajo de 2012, Anna Davidson distingue tres narrativas que moldean el consumo de productos de higiene menstrual. Por un lado, la narrativa conductual, que apunta a la suma de voluntades individuales para la reforma de la conducta colectiva. Con ejemplos como la campaña “Bag it and Bin It”, realizada en el Reino Unido para que se envuelvan tampones y toallitas y se tiren al tacho y no al inodoro, se observa como ciertos operadores políticos ponen el foco en la acción individual en la búsqueda de un beneficio puntual. Porque claro, la campaña fue financiada por compañías de distribución de agua y cloacas interesadas en evitar los costos de destapar caños obstruidos. Poco importa cualquier otro impacto en el ciclo de vida del producto, ni se menciona. De hecho, el uso de productos descartables se asume y se posiciona como normal y conveniente. Los estudios psicológicos de esta rama se basan en asunciones sobre el individuo para crear correlaciones entre sus acciones y su universo interior. Los análisis conductuales sobre la menstruación, por ejemplo, la consideran un hecho biofísico del que las mujeres tienen ciertos síntomas definidos objetivamente, pueden aprender y acerca del cuál están “bien” o “pobremente” informadas. El objetivo de este tipo de estudios suele ser disparar cambios en el comportamiento individual a medida que se transforma el modo de consumo. Muchas veces, esto no es posible ya que los individuos se encuentran “encerrados” en sistemas o esquemas institucionales que dependen de la disponibilidad o expectativas sociales. Esta perspectiva deja a las menstruantes con la decisión de tirar el tampón en el inodoro o en el tacho, mientras que los fabricantes tienen la opción de cambiar toda su manera de producir.
Por otro lado, para ejemplificar la narrativa de la modernización ecológica se utiliza como ejemplo la campaña de SHE28, un grupo de empresas que provee el capital inicial y el entrenamiento para mujeres de la zona (operan principalmente en Ruanda) que quieran montar un negocio a pequeña escala que venda “toallitas sanitarias costeables, de calidad y eco-amigables”. SHE28 busca reducir las infecciones pélvicas proveyendo toallitas descartables en vez de telas, que si no se lavan correctamente pueden traer complicaciones. Además, consignan como objetivos frenar el ausentismo escolar, crear trabajo para las mujeres y reducir la huella ambiental de la menstruación. Actualmente, venden toallitas hechas con material importado, pero están trabajando en “utilizar materiales sin procesar de la zona de trabajo”. Aparte de este aspecto, no queda claro cuál es la parte eco-amigable de la iniciativa, ya que no mencionan si están libres de blanqueado, o son biodegradables. Los trabajos académicos que adhieren a esta visión suelen centrarse sobre reformas normativas. En contraste a la ponderación del comportamiento individual, la modernización ecológica ve cómo los patrones de consumo están ligados a las redes de provisión, los contextos sociales y el significado de las acciones cotidianas. Si bien estas perspectivas adicionales son necesarias para lograr y entender el consumo sostenible, se minimizan algunas cuestiones fundamentales; ¿De quién es el ideal de modernidad que estamos proponiendo y por qué lo sostenemos? ¿Quién obtiene ganancia de ciertos ideales de modernidad, higiene y desarrollo? La preocupación fundamental es que los productos ofrecidos por esta narrativa pueden servir para aquietar la conciencia del consumidor, que entra en un estado de complacencia y no colabora con la búsqueda de soluciones más cercanas a las definitivas. Por otro lado, los incentivos culturales no son suficientes; en una crisis económica, ¿el consumidor de tampones orgánicos lo seguirá viendo como prioridad aún si son mucho más caros que los tampones comunes?
En tercer y último lugar, la crítica sistémica ve al consumo excesivo como un componente dado del sistema económico y social. Por otro lado, caracteriza los problemas ambientales como profundamente políticos, relacionados con las estructuras de poder y con el poder de crear significados. Por ejemplo, el consumo de productos menstruales descartables puede ser explicado por la intervención de las mujeres en espacios de trabajo típicamente masculinos. Ahí hay una necesidad de disciplinar los cuerpos de las mujeres para encajar en las rutinas y normas de la masculinidad. La menstruación tiene que enmascararse, corregirse y gestionarse de una manera que haga aceptables a las mujeres en un sistema patriarcal. Otros, en cambio, pueden decir que los productos desechables “liberaron” a la mujer de las tareas manuales que implicaban hacer, lavar o remendar los productos reutilizables. Sin embargo, aquí no se tiene en cuenta la liberación o empoderamiento de las mujeres que trabajan en la fabricación de estos productos y están expuestas al disulfuro de carbono en la manufactura del rayón, por ejemplo. O que las compañías hacen estos productos para ganar dinero y no para beneficiar a las mujeres.
La narrativa conductual respondería que la elección del producto menstrual surge de balancear individualmente los aspectos relativos al confort y conveniencia vs el conocimiento y las posiciones respecto a la salud y el ambiente. En paralelo, la postura académica y política más difundida dice que es una cuestión de oferta y demanda. La modernización ecológica diría que esta prevalencia está relacionada con la falta de voluntad política, falla en los sistemas normativos y paradigmas culturales difíciles de modificar.
Finalmente, en el caso de la crítica sistémica, se hablaría de mercantilización. Trazando un paralelo con el darwinismo, este es un proceso de selección sistemática en las economías de mercados autorregulables. El potencial de mercantilización se entiende como la probabilidad de que un producto sea comprado y vendido. De esta manera, el potencial alto se relaciona con la posibilidad de expansión y distribución del producto a costos bajos, generando ganancias grandes. Por su parte, el potencial bajo está asociado a productos que no pueden replicarse o distribuirse fácilmente. En un extremo estarían las píldoras que suprimen la menstruación, ya que tienen patentes que hacen que se puedan fabricar en cualquier parte y se transportan fácilmente. En otro, el “hágalo usted misma” ya que depende de iniciativas locales y requieren un cambio en la percepción de las mujeres.
Si se tienen en cuenta el potencial de mercantilización y el impacto según la regla de las 3R (reducir, reutilizar, reciclar), la copa surge como una opción con características atractivas. Por un lado, tiene un impacto bajo, ya que es absolutamente reutilizable, lo cual se combina con un potencial de mercantilización bastante alto. Si bien requieren una mayor conciencia corporal y cuidado del producto, pueden producirse en masa, replicarse y transportarse fácilmente. En contraste, las toallitas reutilizables ofrecidas en el mercado, representan un sector más artesanal, más diverso en cuanto a diseño, con menor potencial de ocupación laboral y menos tecnología e inversión involucradas. Estas relaciones se muestran claramente en el siguiente gráfico:
Hasta acá todo parece muy claro, lineal y conciso. Y nosotros parecemos unos boludos a los que colonizan con espejitos de colores. Además de eso, hay algo que no cierra, ¿cómo puede ser, entonces, que bajo la protección de la mano invisible haya productos perfectamente funcionales al mercado que no lo sean en la realidad?
Volviendo a Reiss, hay dos argumentos en su teoría filosófica de la economía que apoyan esta visión: el de “fairness” (o justicia) y el de “degradation” (degradación). Por un lado, el primero apunta a la información real con la que cuentan los consumidores al decidir qué producto utilizar mientras que el segundo habla de los valores morales intrínsecos a ciertos productos, que aquí se aplicaría a la naturaleza vergonzosa de la menstruación en la sociedad occidental. En el primer caso vale preguntarse cuánta publicidad reciben unos y otros. Respecto al dato de la constitución social de las activistas menstruales (en 2010 un estudio arrojó que el 60% es de clase media-alta) vale preguntarse si métodos como las toallitas de tela y copas menstruales siguen siendo considerados alternativos en cuanto se requiere formación e interés para acceder a ellos. Todo indicaría que, en estos casos, no son los productos los que llegan a las consumidoras, sino al revés, mediante mecanismos como los algoritmos de preferencias de las redes sociales que ya perciben la tendencia a tener ciertas preocupaciones que presuponen necesidades básicas satisfechas (como por ejemplo el impacto ambiental de los productos que se consumen). En el segundo caso, el tabú respecto a la menstruación es claro y no requiere explicaciones extensas. No está bien visto que las personas que menstrúan hablen de ello o lo manifiesten de ninguna manera explícita. Incluyendo ambas visiones, como fuera señalado anteriormente, uno de los puntos fuertes de la promoción de estos productos es su promesa de “liberación” de la menstruación, a partir de lo que se infiere que la tendencia será hacia la elección de productos que disimulen lo más posible la condición menstrual y no hacia aquellos que promuevan el conocimiento del cuerpo y su aceptación, creando con ello la perpetuación del tabú y a través de ello de la desinformación.
Para que el proceso de mercantilización, y con él la teoría de la mano invisible se diera en términos éticamente aceptables (si es que eso existiera, pero proponiéndolo como libre de influencias culturales que afecten a los individuos de manera de sesgar las decisiones intuitivamente convenientes), la menstruación en si misma necesita ser vista como algo más que un proceso biofísico que ocurre aproximadamente una vez al mes en mujeres entre la menarquía y la menopausia. El tan promovido término “natural” disfraza el hecho de que la menstruación en sí misma es producto de estándares de calidad de vida e influye el mercado como tal y no, como se cree, cubriendo una necesidad biológica de la única manera posible.
Fuentes
Reiss, J. “Philosophy of Economics”, “Commodification: What Money Can’t Buy”, 245-253
Davidson, A. , “Narratives of Menstrual Product Consumption: Convenience, Culture or Commoditization?” (2012), Bulletin of Science, Technology & Society, n°32(1), 56-70