Fragmento del libro «Economía Feminista. Cómo construir una sociedad igualitaria (sin perder el glamour)«, de Mercedes D’Alessandro. Editorial Sudamericana, 2016.
Hay un capítulo de los Simpson para cada situación de la vida. Uno de los que vienen al caso aquí es el episodio “Las chicas solo quieren hacer sumas”, también en homenaje a nuestra amiga Cindy Lauper. Lisa se muere de ganas de estudiar matemáticas, pero la clase es solo para varones. Tanta es su frustración que Marge la ayuda a transformarse en un nene. Con una remera de básquet, lentes y una peluquita llega al aula de sus sueños algebraicos. En el pizarrón, una ecuación espera a ser solucionada. Lisa —o Jake Boyman, su alter ego masculino— levanta la mano y responde. Pero su respuesta ¡está mal! Tontamente había omitido los números negativos. El profesor la/lo corrige y sigue con la explicación como si nada. Emocionada, festeja por dentro que por fin alguien le va a decir lo que está mal sin preocuparse por sus sentimientos. En su incursión por el mundo masculino, Lisa tiene que sobrevivir en un aula llena de niños que se golpean y se hacen bullying, se tiene que convertir en un varón e imitar sus modos. Después de recibir una paliza en el arenero será su hermano Bart el encargado de enseñarle trucos que incluyen formas de comer, volverse más violenta y, sobre todo, burlarse de quienes son más débiles que ella (como el pobre Ralph). Finalmente —y salteando varias escenas—, Lisa gana el premio al mejor estudiante de matemáticas, se saca el disfraz y demuestra que ¡una niña puede ser inteligente! Mientras agradece encendida su trofeo y dedica la victoria feminista que ha conseguido, Bart la interrumpe y le grita, socarrón, que para lograrlo se tuvo que convertir en uno de ellos, por lo que su logro no es tal: no ha ganado Lisa, ha ganado Toilet (apodo con que fue bautizada en sus días de varón).
Numerosos estudios muestran que las profesoras y tutoras son evaluadas de manera distinta que sus pares, que incluso cuando se leen currículos hay un sesgo a preferir muchachos (independientemente del sexo de quien lee), y que los papers de mujeres son menos citados como referencia que los de varones (esto muestra una mayor valoración de las ideas de ellos, pero también les da mejores puntajes y reconocimiento). Los paneles compuestos por todos varones son otro clásico de la academia que está empezando a ser visibilizado y combatido. Una página llamada allmalepanels.com (paneles de todos varones) compila fotos, invitaciones y gacetillas de eventos en los cuales todos los disertantes son hombres. Además, presenta un bingo de excusas para no tener invitadas entre los disertantes que van desde “todas las que convocamos estaban ocupadas” a “son tímidas”, pasando por “esto ocurrió por pura casualidad” (aunque haya, casualmente, 25 varones y ninguna mujer). En la Facultad de Ciencias Económicas, en donde di clases más de quince años, hice mi doctorado y dirigí grupos de investigación, participé en muchas oportunidades en el armado de mesas debate de “expertos” o seminarios. Las veces que reclamé la ausencia femenina, la respuesta fue “bueno, te anotamos a vos como expositora”, o poner a alguna de moderadora —a regañadientes—. Incluso me respondieron y de muy mala gana “llamemos a los mejores, no importa si son varón o mujer”. La última vez que me dijeron esto armé una lista de los convocados y otra igual de larga de mujeres (no convocadas) y pedí que por favor los ordenaran por mérito. La discusión terminó ahí.
Mal que nos pese, los humanos más educados del mundo no están libres de prejuicios y machismo. En 2006, Larry Summers —ex secretario del Tesoro en los Estados Unidos durante la presidencia de Bill Clinton, ex asesor de Obama y en ese momento presidente de la renombrada Universidad de Harvard— tuvo que renunciar a su cargo después de argumentar que la menor participación (y éxito) de las mujeres en ciencias duras se debía a que son menos aptas que los hombres. Otro comentario causal de expulsión fue el de Sir Tim Hunt, ganador de un Premio Nobel de Medicina. En 2015, en la Conferencia Mundial de Periodistas de Ciencia en Seúl, Hunt quiso hacerse el simpático diciendo que hombres y mujeres tenían que trabajar separados porque “ocurren 3 cosas cuando uno comparte el laboratorio con ellas: se enamoran de uno, uno se enamora de ellas y cuando se las critica, lloran”. El auditorio, lleno de científicos y periodistas de todo el mundo, respondió con un crudo silencio. Cuando se corrió el rumor, las redes sociales arrojaron un tsunami de selfies de mujeres enfundadas en sus ambos y trajes gigantescos posando con microscopios, guantes, antiparras y otros accesorios bajo el subtítulo “tan sexy que distraigo”. Pero incluso fue peor cuando trató de explicarse: “Yo me he enamorado en el laboratorio y otra gente en el laboratorio se ha enamorado de mí y eso perjudica a la ciencia porque es tremendamente importante que en el espacio de trabajo todos rindan al máximo”. El chiste le valió la renuncia a un cargo en la Universidad de Londres. Marie Curie trabajó años palmo a palmo con su marido. También lo hizo la pareja May-Britt y Edvard Moser, quienes ganaron el Nobel de Medicina en 2014 por su trabajo con ratitas sobre la representación neuronal del espacio. Ellos seguramente no estarían de acuerdo con esta afirmación.
En una conferencia, le preguntaron a Neil deGrasse Tyson, el astrofísico que protagoniza la genial serie Cosmos, ¿qué pasa con las chicas y la ciencia? (en relación con la respuesta de Summers). Tyson respondió contando su propia experiencia: “Nunca he sido mujer, pero he sido negro toda mi vida (…) supe que quería ser astrofísico a los 9 años de edad, desde mi primera visita al planetario Hayden”. Tyson contó que cada vez que expresó este deseo, tan poco común para un niño negro en una sociedad dominada por hombres blancos y donde ese es también el estereotipo de poder, alguien quiso desanimar- lo por distintas vías. Por suerte, tuvo la voluntad y un deseo tan profundos de lograr lo que soñaba, que sorteó todos los obstáculos con que se topó, luchando contra las fuerzas de la naturaleza social. “Mi experiencia de vida me dice que cuan- do no hay negros en las ciencias, cuando no hay mujeres en las ciencias, es que estas fuerzas sociales [de desigualdad] son reales, así que antes de empezar a hablar de las diferencias genéticas tenemos que hablar de un sistema en el que no hay igualdad de oportunidades. Después de esto, podemos tener esa otra conversación.”
Además de los prejuicios en torno a las capacidades de las mujeres para hacer ciencia, están los prejuicios sobre si las científicas pueden “ser mujeres”. Cuando se analiza la estructura familiar de quiénes llegan a los cargos altos en la ciencia (y también en las empresas), encontramos que una gran parte de las científicas en la cúspide de la pirámide son solteras o no tienen hijos, mientras que los varones en ese lugar son casados y tienen varios. Aquí aparecen nuevas preguntas: por un lado, las altas esferas del sistema científico (y del mercado laboral en general) son expulsivas para mujeres madres y eso explica que pocas lleguen; pero por otro lado, se suele suponer que todas las mujeres tienen el objetivo y el deseo de ser mamás.
Cori Bargmann es una reconocida científica de la Rockefeller University que ha sido pionera en las investigaciones sobre el cerebro a través del estudio del sistema nervioso de un organismo “de juguete”, un gusano diminuto y transparente de solo 300 neuronas llamado C. elegans. Porque parece que si uno presta atención, incluso un gusanito microscópico tiene las respuestas a las preguntas que la humanidad se viene haciendo hace siglos. Sus contribuciones le han valido numerosos reconocimientos, entre ellos ser la directora de Brain Initiative, el ambicioso programa fundado por Barack Obama que intenta revelar los misterios del cerebro. En una entrevista para Vogue (un artículo muy inusual para esa revista, por cierto) dijo que una mujer de ciencias puede tener “una vida científica y hobbies. O puede tener una vida científica y familia, pero la verdad es que no se puede tener las tres y sentirse bien en todas”. Después de repasar los logros y la increíble carrera de Bargmann, llega el final de la nota. La sección empieza diciendo “pero no todos somos perfectos” y cuenta la fobia de la entrevistada a las arañas y alguna otra cosa sobre el jet lag. Esto es solo una excusa para abrir la puerta de la verdadera imperfección y preguntarle a Bargmann cómo es ser una mujer de 52 años que no tiene hijos. Cori responde resuelta: “Nunca fue un problema para mí, nunca quise tenerlos. De hecho, fue la causa de mi ruptura con mi primer marido. Las únicas veces que me siento mal frente a esa decisión es cuando hablo con una joven que aspira a ser a científica y siento que al mirarme piensa: ‘Oh, ella tuvo que resignar ser madre por esto’. No, no lo hice y soy muy feliz con mi vida personal”. La maternidad no es un destino inexorable de la mujer; sin embargo, todavía hay quienes —a pesar de destacarse en todo lo que se propusieron y sentirse bien con sus logros— tienen que rendir cuentas por no elegir ser mamá. Ninguna nota sobre Isaac Newton o Adam Smith empieza o termina reclamándoles que murieron vírgenes.
Cuesta entender a las mujeres que se entregan ciento por ciento a la ciencia, pero no a los varones que así lo hacen. Irónicamente, la reflexión de Bart Simpson da en la clave de algo que late bajo la piel de estas discusiones, las mujeres muchas veces tienen que masculinizarse para poder discutir “de igual a igual”, participar en determinados campos del conocimiento o para disputar espacios jerárquicos.