La agenda de género ha adquirido una mayor jerarquía en las discusiones públicas. Constantemente nos encontramos con nuevos fenómenos o problemas con los cuales no estábamos familiarizados o sobre los cuales no habíamos reflexionado lo suficiente y ponerles un nombre permite reconocerlos y visibilizarlos. Tal es el caso del reciente concepto de «pink tax» o «impuesto rosa», término elegido para denominar al sobreprecio que tienen algunos productos por el solo hecho de estar destinados a las mujeres. Elementos de higiene personal (desodorantes, talco, afeitadoras), ropa para niños y adultos, medicamentos, incluso golosinas pueden valer hasta un 40% más si son para ellas. El nombre no es por tanto algo que debe tomarse literalmente, los productos a los que refiere no tienen por qué ser rosas (aunque se denomina así porque en muchos casos efectivamente lo son), sino que el criterio que interesa aquí es el público al que está dirigido el producto. Es decir, suelen ser más caros los productos cuyo comprador target es una mujer.
Dentro de los temas que competen a la economía con perspectiva de género, el problema del “pink tax” no ha recibido tanta atención hasta la fecha, por lo que la literatura al respecto es aún escasa. Sin embargo, existen estudios importantes y concluyentes sobre la cuestión. En diciembre de 2015, por ejemplo, el departamento de asuntos de consumidores de Nueva York, publicó un informe en el que se comparan versiones femeninas y masculinas de unos 800 productos, de 90 marcas en 24 tiendas diferentes. Del estudio se deriva que las mujeres pagan en promedio 7% más que los varones por productos similares.
Otro estudio destacado es el realizado por el Estado Francés como consecuencia de una campaña impulsada por el grupo feminista Georgette Sand en la que se incitó a la población a que suba fotos a las redes sociales con ejemplos de casos de impuesto rosa. En ese estudio se analizaron tres tipos de productos y también tres tipos de servicios y se evidenció la existencia de este impuesto. Como resultado de esta acción, el gobierno francés se comprometió a organizar un consejo que regule la eliminación de los diferenciales de precio debido al sexo del consumidor.
El precio de ser mujer
La pregunta que se desprende inmediatamente luego del reconocimiento de la existencia del “pink tax” es a qué se debe. En principio, no se puede atribuir el problema a los de costos de producción. La diferencia en los precios minoristas surgen de la reventa, no de los productores, y cada vendedor tiene su propia forma de determinar esos precios. En muchos casos están ligadas a decisiones comerciales y operan bajo la hipótesis o premisa de que las mujeres pueden estar más dispuestas a pagar más por su vestimenta o aseo personal.
Algunos plantean que una forma de solucionar la cuestión es que simplemente consumamos productos “destinados a varones” y adiós al pink tax. Esto no es tan fácil como parece. Quizás podemos comprar una afeitadora azul pero no suena tan intercambiable elegir hospedarnos en nuestras vacaciones en una habitación solo de varones -que suelen ser más económicas que las solo para chicas-. En algunos casos, no hay información para comparar, o los productos para mujeres están alejados de los productos para varones dificultando que la consumidora se de cuenta.
Tampoco podemos restarle importancia a que exista esta fijación de precios asimétrica. En general se quiere dar a entender que hay una necesidad interna o de la naturaleza de la mujer de estar bella y adornarse, y por eso quizás es más proclive a pagar más por sus ornamentos. La pregunta es si eso es «natural de la mujer» o responde a demandas sociales. Hillary Clinton, actual candidata a la presidencia de Estados Unidos, admitió en una entrevista sentirse fuertemente afectada por el “beauty tax” (o makeup tax) de acuerdo al cual las mujeres estamos obligadas a maquillarnos y arreglarnos el pelo diariamente para lucir prolijas en situaciones laborales, lo que impacta tanto en nuestro trabajo como en nuestro salario. De esto naturalmente se desprenden gastos (peluquería, productos para el cabello, maquillaje, cremas, etc.), sumados al tiempo invertido en realizar estas tareas, a los cuales los hombres directamente no tienen que enfrentarse. Hace poco Mark Zukerberg, CEO de Facebook, subió una foto a las redes sociales con su colección de remeras todas iguales. Barak Obama también comentó en varias entrevistas que tiene un placard lleno de camisas idénticas para simplemente sacar una y ponérsela en el trabajo cotidiano.
Quizás más que asumir esta inclinación natural de la mujer por estar “linda” -en el standard que la sociedad le impone-, deberíamos preguntarnos muchas otras cosas con respecto a qué es la belleza y cómo se manifiesta y por qué esta necesidad de hacernos a todos coincidir en moldes similares, socialmente aceptados. Uno bien podría viajar en el tiempo y las culturas y notar que a lo largo de la historia los hombres también han usado ornamentos y que muchos de ellos denotan mayor riqueza, poder, control, cumplen cánones sociales, son muestras de status. La mayor parte del marketing y las publicidades es machista o sin perspectiva de género. La mayoría de las imágenes que nos bombardean constantemente nos muestran cómo deberíamos ser, construyendo imágenes estereotipadas de los gustos y comportamientos al que tendríamos que atenernos en tanto hombres o mujeres. Estereotipos que van desde lo físico a lo cultural, orientándonos a consumir diferentes productos para poder conseguir el status o la aprobación del resto. Este sistema de marketing se nutre de la imagen que él mismo crea para agregarle un sobreprecio a los productos para mujeres, es simplemente una expresión más de discriminación.