Por Mercedes D’Alessandro para Diario BAE
En los sesentas, solo 2 de cada 10 mujeres trabajaba fuera del hogar, hoy son 6 de cada 10 quienes participan activamente en el mercado. A su vez, las millenials, como se le llama a esa generación nacida entre 1980 y 2000, son la primer generación de mujeres que tiene mayores niveles educativos que sus pares varones y, en muchos casos, también mejores salarios aunque sigue topándose con límites en el mercado laboral. Uno gira la cabeza y puede encontrarse con chicas y señoras en múltiples ocupaciones desde las clásicas como maestra o enfermera a las antes inaccesibles como conductora de taxi, ingeniera o médica. Todo esto a veces nos hace sentir que mujeres y varones estamos en igualdad de condiciones y que, en consecuencia, los reclamos por paridad o mayor participación en los lugares de poder –como el caso del cupo que se discute en estos días- son quejas infundadas o delirios de grupos radicalizados. Sin embargo, las estadísticas en todo el planeta muestran que aún estamos lejos de la igualdad: las mujeres entraron al mercado de trabajo en condiciones más precarias. Ganan menos que los varones, dedican más tiempo a tareas domésticas no remuneradas (cuidar niños y adultos del hogar, limpiar, hacer las compras), enfrentan mayores tasas de desempleo, pobreza y trabajo informal y también tienen dificultades para acceder a cargos jerárquicos.
Estos días se puso en discusión una propuesta de un conjunto de diputadas de diversos bloques que busca garantizar una participación política 50-50. En 1991, la Argentina se convirtió en el primer país en tener ley de cupo femenino, lo que implica que las listas que se presentan a elecciones tienen que tener mínimo de 30 por ciento de candidatas en cargos nacionales. El resultado de esta ley fue contundente: en la Cámara de Diputados la participación de las mujeres pasó de 5 a 14% tras las elecciones legislativas de 1993 y llegó a 30% en 2001. Hoy está en 34%. En el Senado, antes de la ley, las mujeres ocupaban menos del 5% de las bancas y hoy son el 40%. Pese a que esta ley fue criticada –así como hoy vuelve a ser foco de discusión-, la implementación del sistema significó un aumento real de mujeres en el Congreso que de otro modo –y mirando lo que pasa en los lugares en que no hay cupo- dudosamente se hubiera alcanzado. En los cargos ministeriales, por ejemplo, las mujeres apenas ocupan el 22% de ellos. Hoy vemos como una victoria que haya 5 gobernadoras en la Argentina, o pareciera que no hay derecho a plantear la necesidad de una paridad cuando entre 135 distrito de la provincia de Buenos Aires solo hay 4 intendentas. Se discute o cuestiona la ley de cupo, pero parece natural la ausencia de mujeres en los lugares de poder a lo largo de todo el país.
Jorge Lanata, empezó uno de sus monólogos diciendo “el martes pasado se juntaron 20 diputadas del oficialismo y la oposición porque quieren el 50 % de los cargos”, calificando esta propuesta de “delirio“. “Lo importante es que sea inteligente. Si yo fuera mina no querría entrar por estadísticas, ‘vení, vos que sos una retardada, tenés que entrar’, quiero que me digan ‘vení porque servís para el cargo’“, continuó en su reflexión. El monólogo no solo descalificó a personas con discapacidad y mujeres en general, sino que siguió con cuestionamientos sobre los derechos a una representación y a una voz en el congreso de travestis, lesbianas y gays, en un discurso retrógrado que ameritaría otro tipo de discusión. De más está decir que Lanata parece no saber que las personas trans hoy tienen un cupo laboral en el Estado que espera su reglamentación.
Pero el argumento de Lanata se monta sobre un prejuicio bastante extendido: la idea de la meritocracia “que entren los mejores, los más calificados”. En principio, ni a Lanata ni a la mayoría de quienes se oponen al cupo se les ocurre pensar que esta medida permitiría que mujeres formadas, calificadas, idóneas para el cargo pudieran tener la oportunidad de participar activamente en la vida política. Según ellos, el cupo solo serviría para que se sume gente ‘no preparada’: novias, amantes, esposas, hijas de, mujeres sin experiencia. Es decir, de trasfondo está la idea de que las mujeres no califican y que solo vienen a llenar espacios que la ley obliga, gracias a algún vínculo ilegal con alguien que las utiliza. Aunque puede haber casos de esto – de los cuales los varones son igual de responsables aunque se los omita-, la gran mayoría de las mujeres que hoy tiene cargos legislativos y en funciones públicas tiene niveles de estudios superiores a sus pares. Un trabajo de ELA sobre las legislaturas provinciales, muestra que “en términos generales, las legisladoras tienen estudios superiores en mayor proporción que los varones (salvo en el caso de Corrientes). Como caso extremo, en Misiones el 100% de las mujeres tienen estudios superiores, mientras que entre los varones, esta proporción desciende al 65%. A su vez, el mismo estudio muestra que en general, mujeres y varones tienen similares experiencias laborales previas. Esto quiere decir que en realidad a las mujeres se les demanda más méritos para conseguir un cargo. Incluso, hay muchas con mayor capacitación y experiencia que la que necesitan para su cargo que están por debajo en la escala jerárquica de varones sobrevalorados en términos de aptitudes para su posición.
Las mujeres no están en igualdad de condiciones y las tareas familiares -que recaen asimétricamente sobre ellas y recrudecen a falta de centros de cuidado, estructuras laborales que permitan compatibilizar la vida laboral y familiar-, son un elemento adicional que limitan las posibilidades de participar en la vida pública. La mayoría de las mujeres políticas cuentan que ante una campaña la primera pregunta que enfrentan es “con quién vas a dejar los chicos“. A los hombres no se les consulta sobre eso, está claro que hay una mujer que se ocupará (y gran parte de la cuestión va por una vía paralela y que consiste en generar las estructuras y espacios para que las mujeres que trabajan puedan hacerlo en condiciones que les permitan desarrollarse). Hablar de meritocracia en un mundo atravesado por desigualdades sociales –entre ellas también desigualdades de género- es, como mínimo, ingenuo cuando no contraproducente.
Al ritmo actual, la brecha de participación política –si no hacemos nada- se cerraría en más de 90 años. Es por ello que en muchos países del mundo se empezaron a plantear acciones que apuntan a cambiar esto, es el caso de Justin Trudeau en Canadá, o el gobierno de Suecia que se autoproclama feminista. Así también Hillary Clinton manifestó que su gabinete, de llegar a la presidencia, sería 50-50. La presencia de mujeres en lugares de poder no trae beneficio solo para ellas, hay numerosos estudios que muestran impacta en la agenda de discusiones y en los temas que se debaten. La conclusión es tan simple como decir que hay más probabilidades de tratar cuestiones vinculadas a la agenda de las mujeres cuando hay mujeres legislando (trata de personas, violencia de género, protección de la maternidad). Así también aumentan las leyes que promueven mejoras para familia, niñez, deportes, educación y salud.
Las transformaciones en el mercado de trabajo, los conflictos con que se topan las familias modernas, los nuevos actores sociales como el movimiento LGBT -que ha conquistado visibilidad y derechos en los últimos años-, requieren un marco de diversidad y que se enriquezcan las perspectivas del debate. Los parlamentos y los gobiernos son lugares imprescindibles para cambiar las reglas de juego, es allí donde se dan muchas de las batallas que van transformando el día a día. No se trata de un delirio de un grupo de diputadas, es una acción colectiva que orgullosamente encarnamos y apoyamos un montón de mujeres y varones que queremos una sociedad más justa e igualitaria.