Por Agostina Mileo
En el marco del Día Internacional de la Mujer Trabajadora vamos a hablar de las trabajadoras científicas. Para analizar los cruces entre el género y la actividad científica hay que tener en cuenta varios factores. Por un lado, los estereotipos, tanto sobre lo femenino como sobre lo científico alejan a las mujeres de las ciencias cuando las alejan de la posibilidad de considerarse inteligentes. Por otro lado, los datos sobre segregación horizontal y vertical en el sistema científico-tecnológico muestran que, como en toda actividad productiva, hay menos mujeres en los puestos de más jerarquía y que los estereotipos prevalecen en la elección de la especialidad – por ejemplo, las mujeres somos mayoría en las ciencias sociales y los varones en las ingenierías -. A su vez, la (no) evidencia acerca de características innatas en los sexos que harían más competentes a los varones para emprender labores científicas también influye a la hora de construir un imaginario popular sobre el vínculo entre lo femenino y la ciencia. Pensar el tema de forma integral, entonces, nos demuestra que para construir un horizonte igualitario no basta con contar mujeres en áreas y cargos y reclamar que sean el 50%.
El hecho de que podamos afirmar que la situación de las mujeres que se dedican a las ciencias es precaria no siempre está asociado con la subrepresentación. Según el Instituto Nacional de Medicina de Estados Unidos, las mujeres son mayoría en los equipos de investigación en temas de salud, y aún así, durante la pandemia, los papers médicos sobre COVID-19 con primeras autoras fueron un 19% menos que los trabajos médicos publicados en las mismas revistas durante 2019. Las científicas, como todas, vieron aumentada su carga de tareas de cuidado con el encierro y tuvieron menos tiempo para dedicar a su vida profesional.
Las científicas son quienes, en gran parte, cuantifican, describen y distinguen el fenómeno de la desigualdad. De todas maneras, inventar un mundo no sexista excede ampliamente las capacidades de la ciencia.La cuestión de las mujeres científicas es tan particular como su especificidad, pero tan común como la cuestión del sexismo en general: mayor carga de tareas de cuidado, estereotipos, discriminación, acoso, falta de licencias y precarización laboral forman un conjunto de problemas estructurales que construyen la desigualdad de género que hemos sabido visibilizar, pero aún no hemos logrado revertir y que también se reproduce en el sistema científico-tecnológico.
La confianza siempre es buena, pero a veces mata el alma y la envenena
Las pseudociencias suelen asociarse a la magia, el misticismo o el esoterismo. Sin embargo, dentro de las ciencias, hacer afirmaciones sin contar con la evidencia necesaria o replicando saberes que ya han sido refutados, es también otra forma de hacer pseudociencia.
En muchos casos, las pseudociencias se valen del lenguaje científico para darse un halo de credibilidad. Es recurrente escuchar hablar sobre las toxinas y las dietas desintoxicantes. Sin embargo, nunca o casi nunca se explicita cuáles son esas toxinas y si hay alguna evidencia experimental que compruebe la concentración de dichas sustancias antes y después de una dieta determinada. Las pseudociencias científicas (valga el oxímoron) utilizan un mecanismo similar al marketing detox: hipótesis plausibles, pero no probadas o consensos científicos antiguos actualmente desacreditados, es decir, palabras científicas que no describen hechos científicos.
Estas pseudociencias científicas son difíciles de detectar. En general, se cree que las pseudociencias son un problema que persiste por fuera de las ciencias, algo que se gesta a pesar de ellas y que utiliza su lenguaje para hacernos creer que está dentro, pero que los científicos no reproducen. Por lo tanto, asumimos que las personas que se dedican profesionalmente a las ciencias no pueden, por definición, reproducir discursos pseudocientíficos. Pero no hay que olvidarse de uno de los problemas recurrentes de hacer ciencia es que siempre hay una excepción que no confirma la regla.
No dar por sabido lo que se da por sentado
El 5 de febrero de 2013, el diario inglés The Guardian publicó un artículo titulado “Niñas y ciencia: por qué la brecha de género es real y qué podemos hacer al respecto”. A raíz de los resultados de algunos exámenes estandarizados en Estados Unidos, Inglaterra y Canadá, en los que, al contrario de en otros lugares del mundo, las niñas tenían puntajes más bajos que los niños, se proponía una especie de guía para padres que quisieran fomentar vocaciones científicas en sus hijas. Los tips eran presentados como si estuvieran basados en evidencia y recomendados por expertos. Tres días después, el 8 de febrero, el mismo diario publicó otra nota, esta vez bajo el título “Las pseudociencias y los estereotipos no van a solucionar la inequidad de género en la ciencia”, escrito por Chris Chambers y Kate Clancy, que desmentía varias afirmaciones de la guía.
Entre algunas afirmaciones, la guía sostenía que “en general, las niñas empiezan a procesar la información en el hemisferio izquierdo del cerebro, que es el que corresponde al lenguaje y, por lo tanto, procesan los conceptos matemáticos de manera verbal”. La idea entonces era que no solo se les mostraran los ejercicios en un pizarrón o pantalla, sino que se las guiara a través de ellos con palabras. Esta afirmación resulta deshonesta y bastante controversial. Existen algunos estudios que indican una mínima ventaja para las niñas más pequeñas en la adquisición de lenguaje respecto a los niños de su misma edad. Sin embargo, también existe, por ejemplo, una investigación que muestra que a los 6 años esta misma diferencia desaparece. Incluso, un estudio que compila la evidencia recabada hasta el momento, sostiene que la relación entre capacidad lingüística y funciones cerebrales “aún no puede identificarse”.
En otro apartado, se aseguraba que las niñas respondían mejor que los niños a estímulos cromáticos, por lo que se recomendaba que los juguetes asociados a capacidades geométricas, como los bloques de colores que forman patrones o figuras, fueran de colores brillantes, o comprar libros en con actividades para colorear según números. La respuesta cita papers que acuerdan con que las mujeres adultas decodifican el color mejor que los varones, otros que afirman exactamente lo contrario y otros que no encontraron diferencias, así como otro experimento que mostró diferencias entre niños y niñas de preescolar según las condiciones contextuales. Es decir, la recomendación está basada en una afirmación floja de papeles.
Por otro lado, algunos consejos incluían actividades que estimulan habilidades que luego son necesarias en la tarea científica, como armar rompecabezas y leer en voz alta, pero no hay razón para acotarlas a un sexo en particular.
La nota de Chalmers y Clancy plantea algunos contrapuntos interesantes, entre ellos que no hay nada que demuestre que, aún cuando se puedan observar diferencias entre géneros en comportamientos y funciones cerebrales, esas distinciones sean útiles para generar situaciones de aprendizaje personalizadas. La cuestión se ve fácilmente usando de referencia un fragmento de la guía que dice que “la investigación muestra que, a medida que crecen, las niñas retienen mejor sus habilidades matemáticas y científicas cuando se aplican a escenas domésticas”. ¿Cómo sabemos que esto no aplicaría a los varones? ¿No sería buena idea mostrar que los problemas matemáticos son relevantes para la vida cotidiana? Después de todo, el latiguillo “¿y esto para qué me va a servir?” durante las clases de ciencia sale de boca de varones tanto como de mujeres.
Los autores profundizan sobre el tema cuando señalan que: “Encontrar maneras de que las niñas integren el interés por la ciencia y la necesidad de hacer los mandados no funciona si las niñas piensan que ésta es la única manera de pensar científicamente. Las nenas no son un ente monolítico, amante de las princesas rosas, que responde uniformemente a los mismos cantos de sirena de los colores, las compras y la cocina. Nada de esto estaba presente cuando evolucionamos; nada de esto es universal, está cableado o es intuitivo” y se preguntan ¿por qué si aceptamos que la asignación de las labores domésticas a las mujeres es dañina tanto para niños como para niñas nos parecería un modo confiable para enseñar ciencias?
Volvemos al punto de partida, las ciencias se enseñan en un mundo sexista y para que las niñas quieran convertirse en científicas, trabajar en ciencia debería ser cómodo y estimulante para ellas. Si no, estamos insistiendo en que los padres insten a sus hijas a convertirse en científicas sin proveer la contención institucional necesaria para que el ejercicio de esa vocación pueda ser el ejercicio de un deseo. Si no hay niñas que quieran ser científicas no es porque sus padres están haciendo las cosas mal. Al fracasar en generar condiciones de igualdad para todos, fracasamos en hacer que todas las niñas que podrían tener ganas de ser científicas efectivamente lo sean.
El problema es grande y simultáneo, empezar por algo es terminar con todo. Pero al menos aquí y ahora podemos dejar de intentar solucionar cuestiones sistémicas con checklists irreflexivas y engañosas.