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Crónica de mi Resistencia

Oct 22, 2017 | Feminismos, Notas

Por Candelaria Botto

Luego de más de un día sentada en un micro que nos recorrió por Santa Fe y Chaco, llegamos al esperado destino: el 32º Encuentro Nacional de Mujeres. Nos perdimos el acto de inauguración, el primer día de los talleres y la primera marcha “Orgullosamente Torta” oficial —que ya se hacía, pero es el primer año que se incluye en las actividades del encuentro.

El domingo nos levantamos con la energía acumulada, deseosas de exprimir ese día que tenía que valer por dos. Teníamos decidido qué taller hacer, lo habíamos charlado en esas 24 horas sentadas y todo un grupo definió ir al número 70: “Mujer y cultura de la violación”. Soy economista, había varios talleres sobre mi tópico y había muchos otros que llamaban mi atención pero pensé que, si bien había leído sobre el tema, nunca lo había trabajado en conjunto. Ir a los encuentros de mujeres es ir a aprender de las experiencias de otras y ese taller satisfacía mi demanda.

Los talleres son espacios participativos y democráticos en los que las mujeres se anotan en la lista de oradoras para hacer su intervención, que, por razones de tiempo, se pide que sea corta. La que coordina el taller cumple la función de moderadora y, generalmente, tira puntas de acción, aunque esto depende de cada comisión. El hecho de que los talleres sean tan horizontales hace que cada comisión decida cómo se desarrollan los temas, en cuáles se puntualiza y cuáles serán solo nombrados.

 

El feminismo es una aventura colectiva

 

Llegamos temprano a la escuela número 42 “Amanda De Grandi De Solís”. Cada taller va abriendo comisiones, cuando se llenan (30/40 participantes) se cierra y se abre una nueva. La idea es que en cada comisión puedan participar todas las mujeres, por lo cual es necesario ir cerrando las mismas para que todas tengamos voz. Después de recorrer 4 comisiones, se abre la quinta con nosotras y otros grupos que buscaban lo mismo. Nos sentamos en ronda, algunas en sillas, otras en mesas, otras en el piso. Nos miramos entre todas y la coordinadora toma la palabra para repasar el temario del taller:

La cultura de la violación. Culpar a la víctima. Slutshaming. Revictimización. El rol de los medios en la construcción de la víctima y el victimario. Violencia institucional: revictimización en las instancias judiciales/de denuncia. La mala víctima. Abuso sexual en la infancia: El Síndrome de Alienación Parental. Hacia una cultura del consentimiento. Consentimiento sexual, afectivo y relacional. Formas de consentir. La ausencia del Sí, la presencia del No. Consentimiento en la pareja y el matrimonio. Consentimiento y consumo de alcohol y otras sustancias. El consentimiento como un proceso. Los mandatos patriarcales en las relaciones sexo afectivas. Educación Sexual Integral y consentimiento. Adolescencia y consentimiento. Infancia y consentimiento. Nociones de consentimiento en torno al acoso, abuso y violencia sexual. Consentimiento y relaciones de poder.

En cada frase noto las caras de las mujeres que me rodean: se nota qué temas son los que le pesan más a cada una. Termina de leer. Todas calladas. Nadie toma la palabra, por lo tanto, ella decide que comenzaremos por la cultura de la violación. Se hacen algunas intervenciones abstractas, de esas que leímos en los artículos. Hacemos un pequeño debate del cual participo para dejar en claro que los abusadores son producto del patriarcado —en realidad digo que los acosadores, abusadores y violadores son hijos sanos del patriarcado, que esa frase no es una frase vacía del movimiento feminista sino que explica porqué todas nosotras hemos sido violentadas en algún momento de nuestra vida. Todas asienten, pero se plantea qué pasa cuando nosotras tenemos prácticas de cosificación. Nuevamente intervengo para que no olvidemos que vivimos en un mundo androcéntrico, creado por y para los varones por lo que el hecho de que nos pongamos en el centro de la cuestión es en sí una revolución. Otra mujer interviene “lo importante es que dejemos de pensarnos como objetos sexuales y pasemos a ser sujetas deseantes” después de varias intervenciones llegamos al punto: no somos mercancía.

Hasta acá seguía muy cómoda en el taller, teniendo discusiones si se quiere más teóricas, de esas que personalmente amo. Las amo porque me dan seguridad, porque puedo citar mujeres que siento que defienden mis espaldas, porque estoy abierta a debatir y exponer los argumentos para aprender algo nuevo pero por sobre todo porque estoy acostumbrada y me siento cómoda en ese lugar.

Habla otra mujer, que hasta ahora no había hablado, y a pesar de estar de acuerdo con lo que habíamos configurado nos pregunta: ¿Qué pasa cuando de muy chicas somos abusadas? ¿Cómo nos defendemos cuando tenemos 8 o 9 años ante nuestro padre, nuestro hermano, nuestro tío? Piel de gallina. Sentí un baldazo de agua fría y me pasó eso que me da el feminismo, que es fuente de toda riqueza: me sentí incómoda. Me sentí muy incómoda. No sé la respuesta. Nada de lo que leí me da la respuesta. La pregunta se me graba: ¿Cómo evitamos las violaciones intrafamiliares? Sabemos que la gran mayoría de las violaciones son dentro del seno familiar. Son los padres, son los tíos, son los hermanos pero nunca me pude responder cómo hacemos para defender a esas niñas, porque sé que el Estado es invisible para ellas y todo demuestra que el Estado es ciego a ellas.

No fui a la única a la que le pasó esto, pero fue claro que se podían separar en dos las reacciones: las academicistas como yo que se sentían en jaque y las mujeres que estaban esperando que una rompiera el hielo porque habían venido por este tema: abusos en la infancia. En ese momento no intervine más y sólo me dediqué a escuchar, porque no era mi lugar decirles lo que teorizamos, era su momento de contarnos a nosotras, las privilegiadas que no fuimos víctimas de abuso en la infancia, cuál era su realidad y cómo la habían trabajado a través de todos estos años.

Otra mujer comenta su experiencia y dice: “Los abusos en la infancia son crímenes que no proscriben”. Se nota la tensión en los cuerpos. Ella denunció al padre de sus mejores amigas por pedófilo, las hijas también fueron abusadas y, si bien la apoyan, no se sienten fuertes como para enfrentar el proceso que involucra la denuncia. Yo sabía sobre lo que está escrito, pero obviamente el proceso de denuncia dista de esa realidad. Y aunque eso también lo sabía no lo había escuchado en primera persona.

En principio tuvo que ir a una comisaría llena de hombres que le preguntaban por qué tardó tanto en hacer la denuncia. Eso es solo el comienzo de un proceso en el que se revictimiza constantemente a la mujer. Más allá del proceso judicial horrendo que está viviendo, la mujer cuenta cómo le costó soltar la culpa, que aún tiene, de “manchar” al bondadoso del barrio. Cuenta cómo recién hace poco pudo volver a usar ropa al cuerpo, porque siempre se culpó por usar remera corta a los 9 años. Sí, se culpaba por “incitar” a un hombre a violarla a los 9 años. Se quiebra. Muchas se quiebran. Una compañera a mi lado me mira y sus ojos ruegan apoyo. La abrazo. Se quiebra, en ese momento, yo también me quiebro.

De repente no soy más la academicista, recuerdo a mis 15 años cuando un pibe de mi edad quiso avanzar pero yo no quería. Recuerdo la sensación de impotencia, de querer salir y no poder, recuerdo la sensación de sentir que no podía frenarlo, recuerdo el grito de la mamá de mi amiga: “¿Que estás haciendo?”. Recuerdo forzándome a mí misma a pensar que era porque estaba ebrio y que finalmente no había pasado nada, seguro estaba exagerando en mi cabeza, yo también había tomado. Recuerdo cuando volví a vivir lo mismo pero con mi primera pareja. Ahora no estaba la mamá de mi amiga, recuerdo forzándome a pensar que yo era una histérica por negarme a mi novio… qué complicada que soy. Recuerdo todos esos momentos de mierda donde sentí que no tenía control sobre la situación. Recuerdo cada incomodidad y lloro. Lloramos. No puedo evitar sentir que todo lo que discutimos antes perdió sentido. Qué prácticas masculinizadas, qué esto ni lo otro: todas fuimos violentadas y no puedo parar de pensar la dificultad que acarrea que sea dentro del ámbito familiar, algo que no me tocó experimentar.

Finalmente no lloro más, ahora abrazo a mis compañeras que lloran, las abrazo con la intención de pasarles la fuerza, por ósmosis, con la esperanza de que funcione. Sigue la intervención de una compañera. Es difícil salir de ese punto pero lo logra. El movimiento feminista no sólo debe luchar por las violaciones que salen en los diarios, esas horrendas que produce un tercero, sino que también es hora de que visualicemos y luchemos por las violaciones dentro de la familia, que son la mayoría. En cada intervención que se suma nos vamos sanando y se llena de contenido la frase que titula este relato.

 

Reflexiones y aprendizajes

 

Todas las mujeres hemos sido violentadas, hemos sentido que no teníamos control de la situación que estábamos viviendo, hemos sentido una incomodidad en el cuerpo y en la mayoría de los casos hemos justificado esa situación con las frases de cabecera: “No fue tan grave”, “No fue su intención”, “Estoy exagerando” y un millón más de latiguillos que nos grabamos y reproducimos para minimizar el daño. Es difícil hacerse cargo de que una fue víctima — para las que nos hemos masculinizado como defensa nos cuesta aun un poco más. Pero es necesario para poner la responsabilidad en quien corresponde: el violador, el abusador y el acosador. No fue nuestra culpa y no hay acciones posibles dentro de este sistema patriarcal que te salven de vivir esta violencia.

Las violaciones no te rompen, no te arruinan. Tampoco los abusos y acosos, sino que son parte de la experiencia que nos tocó vivir en este mundo donde si nacés con vagina se te impone que sos mujer y se te configura un sendero en el que vivís para el hombre. Este mundo donde nacés para satisfacer todas las demandas del varón: en la calle, donde se nos acosa; en la casa, donde recae en nosotras el trabajo doméstico y de cuidado; en las camas, donde el sexo se iguala a penetración y el goce es sólo masculino. En este sistema, los varones son los encargados de corregir a las desviadas, nuestros cuerpos se configuran como territorios de conquista (necesito en este punto recomendar la lectura de Rita Segato) y nosotras perdemos hasta el derecho de habitar el espacio público, algo en lo que pienso cada vez que vuelvo a mi casa en la madrugada.

Por todo esto y más es que son tan importantes estos espacios de debate entre mujeres, para escucharnos y aprender colectivamente. Para entender que las injusticias que vivimos en soledad las podemos socializar porque las sufrimos todas. Que las violencias cotidianas no son ajenas a ninguna y sólo en conjunto podemos presionar para vivir en una sociedad que nos escuche, que nos tenga en cuenta.

Somos todas las que debemos denunciar las violaciones dentro del núcleo familiar y romper ese cerco del mundo privado. Debemos generar herramientas para que el Estado se haga cargo y no devuelva a la víctima a ese mismo entorno que no hace más que violentarla. Necesitamos una justicia acorde que deje de revictimizar a las mujeres, que deje de dudar de nuestros relatos y que deje de cuidar a los violentos. También somos nosotras las que debemos militar el “yo te creo” y dejar de hacer preguntas que pierden sentido. Todas fuimos violentadas, en distintos niveles, y todos fueron violentos, en distintos niveles. No nos debe sorprender si el bondadoso del barrio es un pedófilo ni que nuestro tío sea un violador, debemos estar preparadas para esas “sorpresas” porque los y las cómplices también son responsables.

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